Recordando a “Mánix”

El primer domingo de mayo de 2014 fue para mí un día especialmente duro. Por dos motivos. El primero de ellos, y el más difícil de sobrellevar, era la conmemoración del primer aniversario del accidente que causó la muerte de nuestro amigo y compañero Ladis; el segundo tenía que ver con mi propia vida: después de unos veinte años de no perderme casi ninguna, y de participar, de una manera u otra (como “speaker” primero, y como piloto después), era la última exhibición de la FIO en la que yo iba a tomar parte, puesto que unos días después me marchaba a iniciar una nueva vida a ocho mil kilómetros de distancia, a otro continente.

Si para todos los que formamos la familia de la FIO fue un día triste, para mí fue, como digo, francamente duro. Cerraba una puerta de mi existencia, espero que no para siempre, pero desde luego para bastante tiempo. Recuerdo perfectamente la recepción que se dio en una de las carpas del restaurante “Mirador de Cuatro Vientos” en recuerdo de Ladis, y recuerdo que, después del ágape, ya sólo quedábamos los miembros de la Fundación, particularmente los más veteranos, como agarrándose al recuerdo de nuestro compañero fallecido, siendo conscientes de la tarea que quedaba por delante, que había que dejar atrás tan triste episodio. Por eso todos los de la “vieja guardia” se quedaron hasta tarde. Y yo aproveché para cumplir una obligación que tenía para con ellos: uno a uno me fui despidiendo de ellos, dándoles un fuerte abrazo, agradeciéndoles que, aunque sólo fuera de una manera tangencial, me hubieran permitido formar parte de ese grupo de soñadores que crearon primero el “grupo de aviones históricos” del Club José Luis Aresti y, más tarde, la Fundación Infante de Orleans. Uno por uno les di las gracias personalmente por todo lo que la FIO como institución, y las personas que la forman como entes individuales, me habían aportado, enseñado, contribuido a mi persona durante esos veinte años, para acabar siendo lo que soy, y lo que siempre seré ya. De todos ellos me despedí. A todos ellos se lo agradecí. Con todos ellos, uno por uno, me abracé.
Con todos… excepto con uno.

Manix

Ese día de mayo, Fernando Iglesia, el “Mánix”, nuestro “Mánix” (por favor, “Vieja Guardia”, perdonadme esta apropiación indebida), probablemente ya muy debilitado por su enfermedad, esa enfermedad maldita, a la que siempre se enfrentó con la valentía que le caracterizó de por vida, no le permitió acudir, por lo que me impidió despedirme de él. Recuerdo perfectamente cómo le pedí al gerente de la Fundación, Daniel Gallego, su correo para enviarle unas líneas de agradecimiento y de cariño; pero luego la mudanza, el empezar de nuevo en un país extraño, en una compañía extraña, en un ambiente extraño, frustraron, para mi gran vergüenza, mis propósitos. Y estaba muy interesado en despedirme de él, mucho, porque de todas las personas que integran la FIO, quizás fuera él el que más me aportó, porque a mí, un mindundi a quien nadie conocía, y que apareció por la FIO casi por casualidad, sin apenas haber empezado su carrera aeronáutica y sin tener apenas conocimiento de gente en el mundillo, pues mi familia nunca formó parte de él, me trató desde el minuto uno como un CAMARADA; no como un colega, no: como un CAMARADA. No puedo expresar con palabras lo que eso significó para mi, sabiendo además, como yo, loco por la aviación y especialmente por la aviación española, quien era y el peso que tenía el personaje que a mí, al mindundi, trataba como a un camarada. Eso hace que tenga que hablar algo de la persona del Mánix, para que entendáis lo que yo sentí y el aprecio y cariño sincero que siempre le profesé, y le seguiré profesando siempre. Otros conocen mucho mejor su andadura y están mucho más capacitados que yo para hacer un glosario de su persona. Seguro que muchos lo están haciendo ya. Permitidme que yo sólo dé unos cuantos apuntes, los que a mí me hicieron ver la grandeza del personaje. Porque Fernando era un Personaje, así, con mayúsculas, y siempre en la acepción más grandiosa del término.

Fernando fue un Piloto (una vez más, con mayúsculas). Piloto de vuelo sin motor en su juventud (donde se encontraría con la que ahora a mí me da por llamar “Vieja Guardia”, y donde entre todos forjaron una amistad imperecedera); más tarde piloto militar de combate (donde se ganaría el apodo de “Mánix”, por manitas, o si lo preferís, virguero de manos), especialmente relacionado con el F4C, que volaría en nuestro Ejército del Aire, pero también en la Fuerza Aérea de los EE.UU., a donde fue en un intercambio y acabó quedándose por una larga temporada como instructor de Phantom. De vuelta en España pasó al F18 en los comienzos de éste en nuestra Fuerza Aérea, destinado en Zaragoza en la unidad que se ocupó de realizar la transición entre el ya viejo F4 y el flamante Hornet. Un incidente allí entre un Hércules y un F18 hizo que actuase, como siempre, de acuerdo con lo que pensaba que era lo correcto y lo justo, lo que le causó no pocos quebraderos de cabeza. No sé si tenía razón o no; no estoy en condiciones de juzgarlo. Pero lo cierto es que actuó una vez más con su valentía innata, apoyada en sus convicciones, jugándose el todo por el todo. Ignoro, una vez más, si esta situación cercenó su carrera, pero lo cierto es que, por eso o porque por edad el volar se le acababa en el Ejército del Aire y él seguía necesitando alas, poco después pasaba a la reserva y entraba, por supuesto de segundo y por la cola, en Iberia, esta vez como piloto civil, empezando una carrera de cero, y subiendo en el escalafón hasta retirarse de Comandante en el A320. Durante su periplo como copiloto tuvo la oportunidad de volar con sus viejos amigos del vuelo sin motor, todos de ellos ya Comandantes; como Comandante tuvo la oportunidad de volar con indocumentados como yo. Una vida de riesgo y aventura… dicho sea con ironía. Dejadme deciros que irse del Ejército, donde lo había sido todo, para empezar de cero en Iberia por abajo, en mi opinión fue todo un gesto de humildad al alcance de sólo unos pocos.

Los pocos vuelos que compartimos en el 320 dieron para mucho. Fernando era una persona que hablaba mucho. Pero a diferencia del resto de los que no somos nada calladitos (me incluyo en el grupo), Fernando nunca decía tonterías. Es más, contaba las cosas tan bien, y sabía darle tanto interés a todo, que alguna vez sentí que tuviera que dejar en el aire lo que estaba diciendo para atender las llamadas de control aéreo, qué lástima no poder demorarnos aunque sólo fueran unos minutos. Volando con él supe de diferentes “sucedidos” curiosos en su vida, como el encuentro con un OVNI sobre los cielos de España, fenómeno al que no sabía muy bien qué explicación dar; o las diferentes aventuras de unos chavales recién salidos de la Academia, volando T6 y Saetas en el Sahara; volando y, en ocasiones, muriendo. Precisamente, la única vez que yo le he visto de verdad enfadado, de esas veces que a uno “se le hincha la vena del cuello”, fue en una cena de la Asociación de Veteranos de Iberia, a la que acudimos en representación de la Fundación para recoger algún galardón o algo parecido, y en cuya sobremesa surgió la conversación del abandono del Protectorado (nunca “colonia”, como ya me había enseñado hacía tiempo otro enamorado de África, mi propio padre, quien sirvió muchos años en Ceuta e Ifni). No se cortó un pelo en calificar el hecho (Operación Golondrina, lo llamaron) como una traición en toda regla. Del amor que sentía por el territorio es testimonio el nombre de su hija mayor: Smara.

A pesar de estar en la reserva, su relación con el Ejército siempre fue muy buena. Dejó, como en todos lados, grandes amigos allí. Quizá por eso, sumado a su amplio conocimiento del vuelo de los autogiros (solía volar en ultraligeros de este tipo en un campito que compartía con otros “aerotrastornados”), cuando el Ejército del Aire promocionó la construcción de una réplica del autogiro La Cierva C30, en homenaje al gran ingeniero español, le llamaron para realizar las pruebas de vuelo del mismo. El aparato se construyó en la Maestranza de Albacete, y todos los vuelos que realizó allí salieron casi a pedir de boca. Sin embargo, después del traslado del autogiro a Torrejón, donde iba a ser presentado a Su Majestad el Rey D. Juan Carlos, que había dado su pleno apoyo al proyecto, la cosa no fue tan bien. En uno de los vuelos tras el montaje el rotor entró en resonancia a varios metros del suelo, produciéndose a continuación un grave accidente del que sólo la suerte de los audaces, o si lo preferís la mismísima Providencia, salvó al Mánix de unas consecuencias más graves de las que al final sufrió: una rotura de brazo por no sé cuantos sitios. Recuerdo perfectamente cómo daba los briefings de las exhibiciones de la FIO (como Director de Operaciones que era de la institución) con una estructura metálica que le salía del brazo que daba grima verla… y que se empeñaba en enseñar a todo el mundo con todo detalle.

A pesar de todo, fue un firme defensor de que se reconstruyese el autogiro para que pudiera volver a volar. No estimaron no obstante los mandos del E. del A. sus argumentos, por lo que la reconstrucción fue sólo a nivel de exposición estática. Hoy se puede ver en el fantástico Museo del Aire.

También tuve la fortuna de volar con él en muchos de los aviones de la FIO: la Bücker, el Stearman, el T6, el Saeta (aaaaah, el Saeta)… Nunca tuve la satisfacción de que él volara conmigo en ninguno de ellos. Una pena.

En fin, pues éste era el personaje que a mí me trataba como a un Camarada. Un tipo de una talla fabulosa, sólo comparable a su humildad, su bonhomía (palabra, por desgracia, muy en desuso, junto con la cualidad que representa), su espontaneidad, su gracia, su simpatía, su capacidad como piloto, su empatía, su cariño para con todos… Podría seguir así un rato, pero creo que es suficiente. Creo que os hacéis una idea.

Siento infinitamente no haberle escrito ese correo cuando debí hacerlo. Me hubiese gustado mucho despedirme de él, para decirle lo mucho que aprendí de él como persona y, como consecuencia, como piloto. Espero que su mujer y sus hijas encuentren consuelo en estos momentos. Me gustaría estar más cerca para mostrarles mi cariño y mi respeto. Por desgracia no puedo, pues la lejanía física me lo impide. Sirvan al menos estas líneas como testimonio de mi cercanía espiritual…

Kiko Muñoz
Abu Dabi, 7 de marzo de 2016