El día que fui piloto de caza

Hace algunos años, un piloto veterano de la Guerra Civil me invitó a acompañarle a unas tertulias que celebraban antiguos compañeros todos los sábados en un bar. En realidad, no eran solamente pilotos; allí se reunían mecánicos, observadores, soldados de aviación, familiares, correligionarios, amigos, como era mi caso… Allí se iba a pasar entre recuerdos un rato agradable; recuerdos que, al tratarse de los de una guerra, la mayoría de las veces eran amargos, pero como sabe todo el que haya vivido situaciones límites, esas experiencias sirven para unir a las personas de una manera indeleble e inequívoca para el resto de sus vidas. Aún así, predominaban las risas, las historias de nietos y biznietos, los achaques (todos superaban ampliamente los ochenta años). Eran supervivientes, no a una guerra, que algunos llevaban dos a las espaldas, sino a la vida, que no es sino una guerra más y con heridas si cabe aún más profundas. Pero eran vencedores, habían llegado hasta aquel momento y todos eran conscientes de que la fortuna les había acompañado a lo largo de su vida, porque sobrevivir a todo lo que les tocó es algo que no todo el mundo consigue. Había heridas, por supuesto, del cuerpo y del alma, pero predominaba la alegría de estar allí juntos, recordando tantas y tantas cosas. Resulta curioso como al pasar el tiempo, incluso las situaciones más duras son recordadas con una sonrisa en los labios; algo tiene el paso del tiempo que nos pone a todos ante la perspectiva correcta y contemplamos la vida no con suficiencia, sino con sabiduría.

Pues allí estaba yo, un poco intimidado al principio por estar entre tanta historia, entre gente que había visto con sus ojos situaciones y personajes de los que sabía por los libros. Gente que conocía la realidad de todas las cosas que se cuentan, porque estuvieron allí, porque fueron jóvenes, idealistas y conscientes de que la historia estaba pasando por sus manos, contra su voluntad, como suele suceder siempre, pero con el convencimiento de que lo que hacían era lo correcto, y que su esfuerzo haría que sus hijos vivieran en un mundo mejor; para muchos el esfuerzo supremo. Malditas guerras.

Llevábamos un rato de charla y camaradería, porque desde el principio me aceptaron como a uno más de ellos, como si hubiésemos vivido juntos aquellos años emocionantes y terribles, cuando alguien recordó a uno de los ausentes, uno de los caídos. Al principio todo fueron sonrisas, recuerdos agradables de un buen compañero con el que compartieron momentos alegres, juventud, ilusiones, hasta que todo terminó con un impacto directo de la artillería antiaérea. El que estaba sentado frente a mí, el que me había invitado a unirme a ellos, volaba junto a él cuando cayó, y comenzó a contar la historia de aquél día; se acordaba de hasta el más mínimo detalle: la juerga que se corrieron la noche antes, lo que habían desayunado, la charla que tuvieron antes de despegar, la misión que tenían, su posición, la méteo… todos aquellos recuerdos fueron fluyendo como si  hubiera ocurrido ayer. Los otros tertulianos presentes, que también participaban con sus propios recuerdos fueron poco a poco callando, dejando a mi amigo terminar la historia de aquél día. Y de pronto, reinó el silencio. Todos estaban callados, mirando a la mesa. Ninguno estaba ya en el bar, en el tiempo presente. Todos estaban en Teruel, en el verano de 1938.

 

Mi amigo tenía sus manos apoyadas en la mesa, pero estaba muy lejos, con su mirada perdida en su copa de vino, todo él perdido en sus recuerdos, en el espacio y en el tiempo. No pude evitarlo: estiré mis brazos y le cogí las manos, tratando de mostrarle afecto. En ese momento me miró, pero seguía estando muy lejos. Y de repente, fue como si el tiempo y sus recuerdos me absorbieran a través de su mirada y me vi volando junto a ellos aquél día; sentí como el frío me helaba los huesos, a pesar de estar en verano, vi al resto de mis compañeros de escuadrilla, sentí un escalofrío al ver las primeras explosiones de la artillería antiaérea y ser consciente de que de nuevo empezaba la batalla, mezclado con la determinación de cumplir mi misión y no ponérselo fácil al enemigo. Y vi de repente junto a mi una explosión diferente, teñida de gasolina y de restos del avión de mi jefe de escuadrilla, dejando una estela de humo vertical hasta el suelo. Sentí la misma conmoción que ellos, el mismo sentimiento de orfandad, la misma rabia, la misma desolación.

Fueron unos segundos nada más, supongo que como todos los viajes en el tiempo. Un instante después, mi amigo hizo un gesto imperceptible y regresamos todos al presente. La reunión continuó como si nada hubiera ocurrido, volvieron las conversaciones, las risas… pero yo no era ya el mismo. Había vivido en primera persona un combate aéreo. Ahora yo era piloto de caza.

Han pasado muchos años desde aquél día; mi amigo murió tras vivir una vida de película. En realidad, supongo que todos nos habrán dejado, y la historia ya solo vive en los libros. Tuve la inmensa suerte de conocerles, de que me contaran tantas y tantas cosas paseando pasito a pasito en la FIO, o en el Museo del Aíre, y ahora es como si yo hubiese vivido con ellos en su época.

Por cierto, no he dicho el bando en el que lucharon. Todos estaban en el mismo bando. Todos eran españoles.

 

Texto: José María Díaz Pérez   
Fotografías: José María Díaz Pérez y Shery Shalchian