Descubriendo nuestro Museo

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Van dos veces seguidas. En diciembre y en febrero el tan esperado primer domingo de mes ha venido acompañado de una meteorología adversa, incompatible con la realización de una exhibición aérea. Primero fue la lluvia y después el viento, en ambas ocasiones ni siquiera fue posible sacar los aviones al corralito, completamente encharcado, verlos volar era absolutamente impensable…

Y sin embargo también esos dos días acudió gente a Cuatro Vientos. Unos porque habían comprado sus entradas por Internet y no sabían que en caso de suspensión son válidas para el mes siguiente, otros porque habían venido desde fuera de Madrid expresamente para ver la demostración en vuelo y a pesar del mal tiempo habían decidido acercarse, y quizá alguno más por ser más optimista que el legendario portero del Alcoyano. El caso es que, una vez allí, ¿cómo íbamos a dejar que se dieran la vuelta sin más, especialmente las familias que venían con niños? Pues nada, al mal tiempo buena cara: como alternativa a la exhibición esos dos días ofrecimos la posibilidad de realizar una visita guiada a nuestro hangar museo, y creo que no hubo prácticamente nadie que rechazara la invitación. Por orden de llegada se organizaron grupos de entre quince y veinte personas, cada uno de los cuales iría acompañado por un voluntario hasta el hangar. En este, por desgracia, no hay sitio para que entren más de dos o tres grupos a la vez, lo que obligaba al resto a esperar en el exterior durante un buen rato, pero esto no desanimó a nuestros visitantes a pesar de lo desapacible que estaba el tiempo. Impresionante. Desde aquí quiero dar las gracias a todos cuantos estuvisteis con nosotros en estas dos jornadas por vuestra compresión, vuestra paciencia y por el grandísimo interés que habéis demostrado. ¡Queremos veros a todos de vuelta el siguiente domingo que haga buen tiempo!

Tanto en diciembre como en febrero, durante tres horas largas se fueron sucediendo visitas sin pausa. Puedo decir sin temor a equivocarme que no hubo dos recorridos iguales, y eso es así sobre todo por lo heterogéneo de los guías. Algunos grupos fueron acompañados por uno de los pilotos, otros por un mecánico, otros por el responsable del museo -el sin par Javier Permanyer- y a algunos más les tocó en suerte este corresponsal. Aunque todos contábamos un poco de todo, unos se explayaban más en las cualidades de vuelo de cada avión, otros en las peculiaridades de su diseño y construcción, otros en su historia operativa, y yo me extendía, sobre todo, en las aventuras protagonizadas por cada aparato y los aviadores que alcanzaron la fama a sus mandos. Todos se iban contentos, o eso nos pareció, pero lo cierto es que es imposible abarcar en veinticinco o treinta minutos todo lo que hay dentro de ese hangar. Mi compañero Josemaría, que en los varios lustros que lleva como voluntario y colaborador de la Fundación ha ejercido como guía en incontables ocasiones, me ha confesado que ha llegado a tirarse cinco o seis horas con una misma pareja de visitantes y que aún se dejaba cosas en el tintero.

Lo cierto es que llevaba ya tiempo pensando en escribir aquí un artículo sobre esos pequeños tesoros que no se pueden ver en las exhibiciones dominicales, es decir, no los aviones en sí -para saber más sobre ellos os recomiendo la sección correspondiente en la propia web de la FIO-, sino a la colección de objetos y artefactos cargados de memoria, recopilados a lo largo de muchos años, que sólo han contemplado las personas que han acudido alguna vez entre semana a ver el hangar-museo. Con esa intención y cámara en ristre, vine un viernes después de comer, allá por el mes de octubre, para documentarme en compañía de dos de las personas que mejor conocen la colección de la FIO, que son los ya citados Javier, que se conoce cada pieza como si él mismo la hubiese puesto ahí -en muchos casos es porque ha sido exactamente así- y Josemaría, que se sabe la historia de casi todas y además le entusiasma contarlas. Sería muy prolijo recopilarlas aquí todas, así que el repaso va a ser sobre todo de tipo gráfico.

Vamos allá…

Encontramos la zona central del hangar ocupada, como es habitual, por varios de nuestros aviones. Los que no están aquí se encuentran o bien en el taller contiguo, pasando sus revisiones o siendo sometidos a alguna reparación, o bien en el hangar del RACE que hay al otro lado -los que vinieron el primer domingo de febrero también pudieron echarle un vistazo a este último-. No hace falta fijarse mucho para darse cuenta de que no estamos en un museo tradicional. A estas aeronaves las delatan las cubetas colocadas debajo de los motores para recoger cualquier gota de aceite que pueda escaparse, las lonas protegiendo las cabinas abiertas, los protectores de tubos pitots y otros elementos -de color rojo y con el típico “Remove Before Flying” en letras blancas-, los omnipresentes extintores y otros muchos detalles que no se encuentran en aquellos lugares en los que no se espera que ninguno de sus inquilinos vuelva a ponerse en marcha. Estos aviones nuestros están muy, muy “vivos”, a pesar de los muchos años que llevan sobre sus alas, y el verlos así, tan inmaculados que parecen recién salidos de fábrica, no puede dejar de impresionar a cualquier buen aficionado que los contemple –más de un profesional se ha quedado sorprendidísimo al apreciar hasta qué punto están bien conservados-. Superado ese primer momento de éxtasis, uno se da cuenta de que los aviones no están solos: apenas hay un hueco en las paredes que no esté cubierto por algo interesante. Entre anécdotas e historias, comentarios sobre tal o cual película en la que salía esto o aquello, y recuerdos de las muchas horas pasadas bajo este techo de chapa, Javier y Josemaría me van enseñando algunas de estas reliquias aeronáuticas.

 

La primera de las vitrinas ante la que nos detenemos contiene objetos personales de Fernando Rein Loring, el intrépido piloto que en 1932 y 1933 completó sendos raids Madrid-Filipinas, el segundo de ellos a bordo de una pequeña Comper Swift igualita a la que tenemos aquí mismo, y que vemos volar varios domingos al año. Entre otras cosas podemos contemplar la brújula de la Comper, fotografías de la época, cartas de navegación, unas botas que pertenecieron al aviador, las alas que luciera en su uniforme en su época militar y también las que llevó en sus comienzos como piloto de Iberia, compañía en la que fue comandante desde 1940 hasta 1971 -cuando se jubiló pasaba de las veinticinco mil horas de vuelo, ahí es nada, y ostentaba el cargo de jefe de pilotos de la compañía desde 1942-. Entre otros documentos de notable interés histórico destaca una licencia de vuelo expedida a su nombre en noviembre de 1933. Sólo con lo que hay aquí se puede pasar un rato largo, pero sigamos adelante, que no hemos hecho más que empezar -si queréis saber un poco más de Fernando Rein Loring podéis hacerlo en esta página de la web del Ejército del Aire.

 

Justo encima de la vitrina de Loring, colgada sobre la pared, encontramos la hélice de un Zlin Trener Master, el avión con el que el Equipo Acrobático Español acudió a los mundiales de 1964, celebrados en Bilbao, en los que Tomás Castaño se hizo con el primer puesto. Una foto del campeón y otra del equipo al completo complementan esta parte de la exposición. Podéis ampliar la información sobre Castaño en este enlace, también en la web del EdA. Para un relato pormenorizado de aquellos mundiales del 64 lo mejor es el libro “Entre Junkers y Buchones” de Ugarte, compañero de Castaño en el equipo. El libro es una gozada de principio a fin y con un poco de suerte lo podréis encontrar en la tienda de la FIO.

 

Josémaría llama mi atención para señalarme una maqueta artesanal de gran tamaño que cuelga del techo. Se trata de un Burguess-Dunne D.8, un “ala volante” fabricado en 1912 con un diseño realmente innovador para una época tan temprana en el desarrollo de la aviación, y que destacaba por su buen comportamiento en vuelo -se dice que era muy difícil meterlo en pérdida-.

A nuestra espalda tenemos un motor ENMASA Tigre, que en sus distintas versiones equipó a las Bücker Bu-131 fabricadas bajo licencia por CASA y a las AISA I-115, y que supuso todo un logro para la industria aeronáutica española de los años 50.

 

 

 

 

A su lado, con el aspecto de haber sido rescatado de un naufragio, reposa el bloque-motor de un Daimler Benz 605 perteneciente a un Messerschmitt 109 G. No estuvo bajo el mar, según me cuenta Javier, pero sí a la intemperie durante más de cuarenta años, abandonado en tierra de nadie en la frontera entre las dos Alemanias, hasta que fue recuperado junto con otros muchos restos a finales de los 80.

 

Un poco más allá hay un ENMASA Alción de 1952, toda una rareza porque no se llegó a construir en serie, sólo se fabricaron tres prototipos y éste es uno de ellos. La FIO lo recuperó de una chatarrería en los años 90 y fue restaurado por el mecánico José Feliciano para su exposición.

Continuamos inspeccionando vitrinas, deteniéndonos ante varias en las que se exponen objetos que fueron propiedad de Don Alfonso de Orleans y Borbón, el Infante de Orleans, quien fuera el segundo español en obtener una licencia de vuelo -en octubre de 1910- y el primer militar en conseguirlo. Algunas veces nos preguntan por qué la Fundación, en su creación, no tomó el nombre de Benito Loygorri, que se adelantó por unos pocos meses al Infante y fue por tanto el primer piloto español. La razón principal es que la carrera como aviador de Benito Loygorri duró apenas unos pocos años, mientras que la del Infante de Orleans se extendió durante más de medio siglo y su influencia en el desarrollo de la Aviación Española, sobre todo en sus primeros tiempos, fue mucho mayor. Con casi ochenta años Don Alfonso aún seguía pilotando con frecuencia su AISA I-11 -dicen que se ponía de mal humor cuando llevaba mucho tiempo sin volar-, demostrando un espíritu aeronáutico que sigue siendo para nosotros fuente de inspiración. A quien quiera conocer algo más de su biografía le invito a visitar este enlace en la web de la FIO, aunque tenemos pendiente completarlo.

Javier me hace fijarme en una foto enmarcada en la que se ve al Infante durante su curso de vuelo en Francia en 1910. Don Alfonso es el que está subido en el avión, un frágil Antoinette -la instantánea que veis aquí abajo me la ha enviado Javier, la que yo saqué durante la visita tenía el reflejo del flash justo tapando al Infante, torpe que es uno como fotógrafo-. Los dos hombres con bigote que aparecen, uno a la izquierda y otro a la derecha de la foto, son Charles y Gabriel Voisin, pioneros franceses en cuya escuela en Mourmelon se formó el infante. La mujer es Marie Marvingt, también francesa, tercera fémina en obtener una licencia de piloto después de sus compatriotas Raymonde de Laroche y Marthe Niel. Se puede decir, por tanto, que el Infante de Orleans y Marie Marvingt -toda una institución en Francia, y con razón– fueron compañeros de promoción. Ésta es una imagen que simboliza una época, lo que se ha dado en llamar la Belle Epoque de la Aviación. El vuelo en aparatos más pesados que el aire, aún en su infancia, comenzaba a desperezarse en Europa, a sólo cuatro años del conflicto que lo haría despegar definitivamente: la I Guerra Mundial.

Otras vitrinas -incluyo aquí sólo algunos ejemplos, pero hay más- muestran una colección de gorros y cascos de vuelo antiguos, mascarillas de oxígeno, cámaras para fotografía aérea, instrumentos pertenecientes a varias aeronaves, calculadoras -no penséis en nada electrónico- para la navegación a estima o para  la carga y centrado del avión, antiguos manuales de vuelo -Josemaría me muestra uno de ellos, de 1910, que es toda una delicia, el “A-B-C de la Aeroplaneación, Estudio Teórico-Práctico al alcance de todos”, cuyo autor es el ingeniero militar Francisco de Paula- y un sin fin de pequeños detalles que en su día representaron el no va más de la tecnología aeronáutica.

 

Atención al documento enmarcado detrás de la maqueta del Saeta, que es nada más y nada menos que una carta fechada en Chartres en noviembre de 1914 y enviada por el famoso aviador francés Jean Mauvais -uno de los primeros pilotos que volaron en España- a Benito Loygorri, quien al parecer le había escrito poco antes interesándose por la posibilidad de convertirse en instructor de vuelo en el país vecino, justo cuando se iniciaba la I Guerra Mundial.

Tanto Javier como Josemaría son buenos aficionados a la fotografía, así que no podíamos dejar de comentar esta cámara Kodak para reconocimiento aéreo, que podría haber sido utilizada en la época del desembarco de Normandía a bordo de una Stinson Sentinel o una Piper L-5 como las que lucen las bandas de invasión en las exhibiciones de la FIO.

Nos vamos acercando a la zona en la que reposa nuestro Mosca, y justo a esa altura nos encontramos con las gafas y el chaquetón de vuelo de Luciano Tabernero, piloto de la cuarta escuadrilla del grupo 21 de Moscas durante la Guerra Civil.

A continuación nos detenemos ante un panel con varias fotografías de José María Bravo, el as de la Aviación Republicana que logró buena parte de sus 23 victorias pilotando un Polikarpov I-16 Mosca/Rata con cuyos mismos colores se pintó el que posee la Fundación, estrella indiscutible de cualquier demostración en vuelo en la que participe. Bravo tuvo oportunidad de conocer nuestro Mosca y fotografiarse gustoso junto a él, regalando a la FIO su gorro de vuelo, el mismo que utiliza Carlos Valle cada vez que se pone a sus mandos. En una de estas fotografías, seguramente la más popular de todas ellas, se ve al aviador siendo afeitado por un asistente, delante de un Mosca sobre el que reposa su equipo de vuelo. Casi 70 años después posó para una nueva edición de la misma, con el Mosca de la FIO ocupando el lugar del suyo.

También tenemos una pala de la hélice de un Mosca firmada por el propio José María. A quien quiera conocer más sobre la historia apasionante de este piloto le recomiendo que se haga con un ejemplar de su libro “El Seis Doble”, que solemos tener disponible en la tienda de la FIO, pero mientras llega la próxima exhibición se puede hacer una idea en este enlace de la web del EdA.

Seguimos recorriendo el hangar. Varias vitrinas albergan una impresionante colección de maquetas que cubre buena parte de la historia de la aviación, y en particular el periodo de la Segunda Guerra Mundial. El autor de la mayor parte de ellas es el magistrado Francisco José Picazo Blasco, que se la donó a la Fundación en 2001, según me explican Javier y Josemaría, porque ya no tenía sitio en casa y tenía que hacer hueco para las que tenía en preparación –al parecer se estaba pasando a los barcos-. Dada la calidad de la colección nos tenemos que alegrar de que el bueno de Francisco José no tuviese ni una casa más grande ni un coche más pequeño –las maquetas las trajo él mismo, cuidadosamente metidas en cajas de cartón-.

También llama la atención -entre otras cosas por su tamaño- la maqueta de un B-29 a escala 1/48, que realizó el hijo de José Feliciano, o la reproducción del Vilanova-Acedo -el original está en el Museo del Aire- realizada por Higinio Gómez, por nombrar sólo un par de ellas. Mientras las observamos, sin parar de comentar anécdotas o curiosidades sobre éste o aquel modelo, varias de estas miniaturas empiezan a vibrar ligeramente, se diría que acaban de poner en marcha sus pequeños motores, de hecho se oye el ruido… No, no es una alucinación, es que fuera está despegando un helicóptero. Mis compañeros se ríen cuando les comento mi impresión, aunque me confirman que las maquetas no corren peligro, o no más que cuando nos visitan niños y se quedan literalmente pegados a estas vitrinas. No me extraña.

A continuación me fijo en varios paneles fotográficos que muestran la llegada a la FIO del Boeing Stearman y el proceso de restauración del Twin Beech, el más laborioso de cuantos se han realizado en nuestro CRM (Centro de Restauración y Mantenimiento) y que se prolongó durante diez años largos. Esto me trae a la memoria la visita al taller que hice con el jefe de mecánicos, Javier López, durante la que me contó cómo se llevan a cabo estos trabajos. Si os lo perdisteis cuando lo contamos en el blog podéis leerlo aquí mismo.

La siguiente fotografía, una escalofriante pasada de una Bücker Bu-133 realizada por José Luis Aresti en 1956, nos sirve de excusa para hablar de aquellas exhibiciones en las que Aresti, Aldecoa y Cantacuzeno competían de forma encarnizada, jugándose literalmente la vida -Aldecoa la perdió de hecho en mayo de 1954-. Si buscáis un poco, en youtube podéis encontrar algún vídeo realmente espectacular.

Los herederos directos de aquellos acróbatas aéreos fueron los miembros del Club Acrobático José Luis Aresti, en cuyo seno se forjó la Fundación Infante de Orleans. No es de extrañar, por tanto, que en el hangar haya una vitrina con trofeos, recuerdos, maquetas y fotografías de este club, en las que se puede reconocer a varios de nuestros pilotos con algunas canas menos y, en algún caso, con los bigotazos de moda en aquella época.

Cuando ya no nos falta mucho para completar el recorrido por el hangar, nos detenemos ante uno de los objetos más curiosos de la colección. Viéndolo por fuera podría creerse que este pequeño avión se ha escapado de un tiovivo, pero nada más lejos de la realidad. Se trata de un simulador de vuelo Link Trainer patentado en 1930, especialmente pensado para la práctica del vuelo sin visibilidad, y utilizado profusamente hasta los años 60 para la instrucción de pilotos tanto civiles como militares. El que tenemos aquí perteneció a la compañía Iberia, que lo tuvo en uso entre 1952 y 1967. En la web de la FIO puedes ver un artículo al respecto.

El segundo simulador que nos encontramos es mucho más avanzado. Reproduce a la perfección la cabina de un Douglas DC-9, y también fue donado a la FIO por Iberia tras la retirada del último de los que tenía en su flota.

Otro objeto cargado de historia es el capó de un Caudron G-3 que luce un aparatoso agujero en su costado derecho. Ese agujero lo causó la explosión de un cilindro, obligando a su piloto, Manuel Zubiaga, a realizar un amerizaje forzoso frente a la playa de Ereaga, en su Algorta natal, donde lo esperaban expectantes la práctica totalidad de sus vecinos. Este singular objeto lo donó a la Fundación Enrique Zubiaga, nieto del aviador, y nadie mejor que él para narrar lo que sucedió aquel 30 de julio de 1913. No os perdáis su artículo, que es una auténtica joya.

– Por cierto, esto es de nota -dice Javier con una sonrisilla -, ¿a que no sabéis por qué tiene esa forma este capó?
– Se parece al del Fokker Dr 1 -comenta Josemaría.
– Eso te iba a decir -intervengo yo.- En el Museo del Aire tienen una réplica del Caudron, aunque ahora lo tienen mirando a la pared y no se ve el capó, precisamente.
– Ya, pero seguís sin decirme por qué tiene esa forma.
– Siempre he pensado que era para permitir un acceso fácil a los cilindros -contesta Josemaría -. Al ser un motor rotativo, no tienes más que ir haciéndolo girar y puedes revisar todos los cilindros sin tener que desmontar nada.
– Eso y para la refrigeración, ¿no? -es mi turno de especular-. Cuando está en marcha todos los cilindros reciben el mismo aire.
– Vale -dice Javier-, todo eso suena muy bien pero no es la razón principal. Es porque estos motores funcionaban con aceite de ricino, y lo perdían en grandes cantidades. Este diseño de capó está pensado para recoger los chorretones de aceite y dejarlos escapar por abajo, y no por arriba, que irían directos a la cara del piloto.
– Claro, todo lo que salte hacia arriba se quedaría en el interior del capó y caería resbalando por los bordes.
– Por cierto, he leído por ahí que estos motores olían que apestaban, precisamente por lo del aceite de ricino, y que muchos pilotos se metían un lingotazo antes de despegar para así evitar las náuseas…

Pongo este diálogo a modo de ejemplo, lo cierto es que llevamos toda la tarde así. ¡Ah, qué gusto da recorrer un museo como este con un par de amigos tan locos por la aviación como uno mismo!

Pero sigamos, que ya estamos terminando.

Un póster cerca de la puerta muestra un BF-109 E sobre la efigie del mítico general Adolf Galland, uno de los ases más legendarios de la Segunda Guerra Mundial y máximo responsable de la caza alemana durante buena parte de la contienda. Genio y figura, tras la guerra supo ganarse la amistad de muchos de sus antiguos rivales, como es el caso de Douglas Bader –el célebre piloto de piernas ortopédicas que fuera “huésped” de Galland tras ser hecho prisionero en agosto del 41- o de Roberd Standford Tuck, que llegaría a ser padrino de su hijo mayor. Lo que le da un valor especial a este póster es que está autografiado por el propio Galland durante una de sus últimas visitas a España en 1991 -falleció en el 96-. De Galland no os pongo enlaces porque basta con escribir su nombre en un buscador para que la información lo desborde a uno, pero sí que recomiendo la lectura de su libro autobiográfico “Los primeros y los últimos”, aunque no es fácil encontrarlo en castellano -yo lo tengo en inglés-.

 

Cerca de ahí nos encontramos la foto de otro joven militar, también dedicada. El protagonista del retrato no es otro que el teniente general Francisco Vives, coetáneo del Infante de Orleans, de quien hablábamos en el artículo dedicado al centenario del Palace. También él podía contar en primera persona lo que era lanzarse en un frágil biplano entre los riscos norteafricanos, escuchando el ruido de las balas agujereando la tela de la aeronave y, alguna vez, el cuerpo del propio piloto.

No son los únicos visitantes ilustres que ha tenido este museo. Sobre una pared encontramos sendos retratos de dos personajes con uniforme de la NASA. Al de la derecha lo reconozco nada más verlo, es Miguel López Alegría, el astronauta de origen español protagonista de varios viajes a la órbita terrestre en las lanzaderas espaciales estadounidenses y uno a bordo de un Soyuz ruso, a lo largo de los cuales ha llevado a cabo una docena de salidas extravehiculares para realizar distintas tareas en la Estación Espacial Internacional. El de la izquierda es Fernando Caldeiro, astronauta argentino-estadounidense, que no llegó a salir al espacio pero a cambio participó desde tierra en docenas de misiones y en varios proyectos de investigación de la NASA.

Como a aquella pareja de la que me hablaba Josemaría –recuerda que le preguntaron “¿A qué hora coméis aquí?”, “A las dos, cuando cerramos”, “Ah, es que son las tres y media”, así que le invitaron a comer y después volvieron con él por la tarde para seguir viendo cosas-, también a nosotros se nos han ido volando las horas y seguro que Javier ha llegado tarde a donde tenía que irse desde aquí. Se ha pasado tres cuartos de hora intentando despedirse, pero es que la conversación estaba tan interesante…

Es lo que pasa siempre que nos juntamos dos o tres aficionados. Seguro que vosotros, al leerlo, también os sentís identificados. Si ahora, de repente, te han entrado las ganas de venir a ver el museo de la FIO por ti mismo, puedes hacerlo de lunes a viernes llamando antes por teléfono (915085776) para concertar cita, ya que no está abierto de forma permanente.

¡Nos vemos un domingo de estos!

 

Texto: Darío Pozo Hernández

Fotografías: Shery Shalchian, Javier Permanyer, Darío Pozo