Charles Lindbergh, el águila solitaria

El 9 de abril de 1922 un joven norteamericano de 20 años, aspirante a mecánico de aviación, recibía su bautismo del aire en Lincoln, Nebraska, a bordo de un biplano Lincoln Standard. Nada más bajarse del aparato, extasiado por la experiencia, decidió concentrar todos sus esfuerzos en convertirse en piloto y adquirir su propio avión. Ese joven se llamaba Charles Augustus Lindbergh y estaba destinado a convertirse en el piloto más famoso de todos los tiempos, así como en una figura trascendental de su época.

De ascendencia sueca, su padre era un conocido abogado, inversor inmobiliario y político que, aunque no destacó por sus aptitudes paternas, influyó en su vástago de forma más decisiva de lo que podía imaginarse cuando murió, poco antes de su inmortal proeza, convencido de tener un hijo brillante pero que había elegido una profesión en la que era prácticamente imposible llegar a ser alguien. Su madre era una profesora de química llamada Evangeline Land, de la que heredó su amor por la ciencia y probablemente también los trastornos de tipo obsesivo comunes en su familia, y que junto con las constantes campañas y aventuras financieras de su padre hicieron que el entorno familiar del pequeño Charles no fuera precisamente idílico ni estable. Quizá por todo ello jamás fue un buen estudiante y tuvo siempre grandes dificultades para relacionarse con los demás, pero aquel primer contacto con el cielo le hizo encontrar su lugar en el mundo.

En esos momentos la aviación civil era poco más que un pasatiempo, una mera curiosidad a la que no se terminaba de verle un futuro. Los aviones ya habían demostrado su capacidad bélica en la Primera Guerra Mundial, pero finalizada esta contienda la mayor parte de los miles de pilotos formados durante la misma se encontraron sin trabajo: en tiempos de paz no había sitio para ellos en sus respectivos ejércitos –en el caso de Alemania ni siquiera existía ya una fuerza aérea–. Aquellos que insistieron en mantener sus vidas ligadas al aire tuvieron que buscarse el sustento de las formas más peregrinas: ofreciendo exhibiciones aéreas y paseos pagados por poco más que el precio del combustible, rodando peligrosas escenas en las películas sobre la reciente guerra... o en el servicio de correos, una de las pocas aplicaciones prácticas que unos pocos pioneros habían encontrado para aquellos “cacharros con alas”.

Ahí es donde recaló el joven Lindbergh. Después de pasar un año como piloto de feria –volando en su primer aeroplano, un viejo Curtiss Jenny con el que hizo casi de todo– y otro más instruyéndose en el Cuerpo Aéreo del Ejército –tras lo cual pasó a la reserva con el grado de teniente, pues no había vacantes en el servicio activo– consiguió un contrato como piloto para la compañía Robertson Aircraft Corporation, llevando y trayendo sacas de correspondencia desde una cuidad a la que pronto acabaría dando fama mundial: Saint Louis. Aquel era un trabajo rutinario y sin embargo peligroso, que ni siquiera estaba bien pagado porque su competencia directa, el ferrocarril, acaparaba aún el grueso de los envíos. Pero Lindbergh era un visionario por naturaleza y en su imaginación veía ya aviones de gran tamaño recorriendo el mundo entero, trasladando mercancías y pasajeros de forma más rápida y segura de lo que ningún otro medio de transporte podía lograr.

La forma de hacer realidad ese sueño tenía nombre y apellidos, los de Raimond Orteig, un empresario hotelero nacido en Francia y nacionalizado estadounidense que, en 1919, se había ofrecido a pagar la considerable cifra de 25.000 dólares al primer aviador que consiguiera unir su país de origen y el de adopción en un vuelo directo, entre París y Nueva York, en cualquiera de los sentidos. Ese premio había desatado una auténtica carrera en ambos lados del Atlántico por hacerse tanto con el dinero como con la gloria y prestigio consiguientes, y Lindbergh decidió que sería él quien lo ganara. Para ello hizo acopio de todos sus ahorros, que en ese momento ascendían a unos 2.000 dólares, y empezó a buscar patrocinadores que le pusieran lo que le faltaba para comprar un avión capaz de hacer semejante viaje. Sus ojos estaban puestos en el Wright Bellanca WB–2, un prototipo monomotor y monoplano de excelentes prestaciones, pero la compañía se negó a facilitarle uno, entre otras razones porque querían imponer su propia tripulación, mientras que Lindbergh estaba empeñado en volar solo. Lejos de rendirse, Lindbergh se las apañó para conseguir el apoyo del propio alcalde de Saint Louis y de varios empresarios locales, reuniendo entre todos un presupuesto aproximado de 10.000 dólares. Finalmente fue la pequeña compañía Ryan la que asumió el reto de construir un nuevo avión según las especificaciones del piloto, no muy alejadas de las del Bellanca pero con especial atención a la capacidad de combustible, y hacerlo por un precio inferior a la cantidad reunida por el aventurero y sus socios. Así fue como el 20 de mayo de 1927, mientras aún se buscaba a Nungesser y Coli, los aviadores franceses que habían desaparecido pocos días antes en el Atlántico cuando intentaban hacerse con el premio Orteig volando desde París, y con otro as francés, René Fonck, preparando su propia tentativa desde Nueva York, Lindbergh partía del aeródromo Roosevelt en Long Island con su reluciente aeroplano, sobre cuyo fuselaje se leía el nombre con el que había sido bautizado: “Spirit of Saint Louis”.

Después de 33 horas y 32 minutos de lucha contra el sueño, la oscuridad y la niebla, con no pocas dificultades para mantener la orientación –en la penúltima fase del trayecto llegó a sobrevolar a un grupo de sorprendidos pescadores gritándoles “¿Por dónde queda Irlanda?”–, un agotado pero feliz piloto entraba en la Historia al tomar tierra en Le Bourget al anochecer del 21 de mayo, donde fue recibido por una auténtica marea humana de miles de personas corriendo sobre la hierba del aeródromo parisino, los cuales, en su delirio por tocar con sus manos al nuevo héroe, casi le arrollan al intentar descender del avión. Aquella apoteósica bienvenida al que la Prensa apodó “Águila Solitaria” fue tan sólo un aviso de lo que se le venía encima... y no todo habría de ser bueno.
Tras ser agasajado en Francia, Bélgica e Inglaterra, Lindbergh y el Spirit hicieron el viaje de vuelta en barco. El joven piloto había pasado de ser prácticamente un desconocido –en el mundillo aeronáutico se le nombraba por ser el primer hombre que había salvado su vida tres veces gracias al paracaídas– a ser una estrella mundial –Winston Churchill, tras conocerle, dijo de él que “representa todo lo que un hombre debería decir, todo lo que un hombre debería hacer y todo lo que un hombre debería ser”–, perseguido con idéntica saña por políticos, empresarios, periodistas y por el público en general, con una fortuna personal cercana al millón de dólares –el premio Orteig foto acabó siendo lo de menos– y ofertas para ganar muchísimo más. Lejos de dejarse intimidar, Lindbergh estudió con cuidado cada una de esas propuestas rechazando todas aquellas que no tuvieran que ver con su objetivo primordial, que no era otro que el de promover el uso civil de la Aviación hasta llegar a niveles impensables hasta entonces. Además de escribir un libro sobre su viaje titulado “We” –Nosotros–, que estuvo en lo más alto de las listas de bestsellers durante casi dos años, Lindbergh realizó giras de buena voluntad por todo el continente americano, impulsó de manera definitiva el servicio aéreo de correos y, con la ayuda de varios inversores, puso en marcha dos líneas aéreas que con el tiempo serían también míticas, TWA y Pan American. Lindbergh se encargó de supervisar las rutas, decidir en qué lugares debían construirse aeropuertos, con qué equipamiento y ayudas debían contar, qué modelos de aviones emplear, cómo debían ser las escalas intermedias, los turnos de pilotaje y hasta hizo recomendaciones sobre los menús que debían servirse a bordo. Para hacerse una idea de hasta qué punto su hazaña y sus acciones posteriores hicieron cambiar el rumbo de la Aviación, baste decir que un par de años después de su portentoso viaje –el cual fue pronto seguido por los de otros aviadores, sin que ninguno alcanzase su enorme popularidad–, el número de licencias de piloto se había cuadruplicado en Estados Unidos y el de aeródromos, operativos o en construcción, se había duplicado. Por si esto fuera poco, a lo largo de la década de los años treinta el inquieto Lindbergh se interesó por otros campos además de la Aviación, en particular la Medicina, colaborando estrechamente con el doctor Alexis Carrel –premio Nobel en 1912– con quien diseñó y perfeccionó un dispositivo, la cámara de perfusión, capaz de mantener en buenas condiciones órganos humanos fuera del cuerpo durante periodos prolongados, haciendo posibles trasplantes y cirugías hasta entonces imposibles y sentando la base para la futura construcción de pulmones y corazones artificiales. También siguió muy de cerca los trabajos del doctor Robert Goddard, pionero en el desarrollo de cohetes, a quien apoyó y consiguió patrocinio, aunque no logró que el gobierno viera en esa tecnología las posibilidades que él le vaticinaba hasta que fueron los alemanes los que la pusieron en práctica durante la Segunda Guerra Mundial.

En mitad de todo eso, en mayo de 1929 se casó con la que sería su esposa para toda la vida, Anne Morrow, hija del influyente diplomático Dwight Morrow –embajador en Méjico en esa época– y prometedora escritora, a la que enseñó a pilotar introduciéndola así en su particular mundo. Juntos emprendieron memorables periplos aéreos por América, Asia, Europa y África, seguidos a todas partes por la admiración de millones de personas y por una legión de reporteros que les asediaban en cada aeródromo, puerto, embajada u hotel en el que se encontrasen. No podían sospechar que se acercaba la peor tragedia que sacudiría sus vidas, y sobre la cual se derramarían tantos litros de tinta como los empleados para hablar de su prodigioso cruce del Atlántico: el secuestro y asesinato en 1932 de su primogénito Charles Jr. cuando apenas contaba con un año de edad. Este crimen, junto con el insoportable acoso de la Prensa –se puede decir que los Lindbergh fueron las primeras víctimas de lo que hoy conocemos como paparazzies– tanto durante la infructuosa búsqueda del niño como después, cuando tuvo lugar el juicio contra el único inculpado –un emigrante alemán llamado Bruno Hartmann–, marcaron para siempre su existencia.

A raíz de estos hechos, los Lindbergh empezaron a pasar cada vez más tiempo lejos de los Estados Unidos, residiendo oficialmente en Europa durante varios años. Las innumerables invitaciones que recibía el famosísimo piloto por parte de diversos gobiernos le llevaron a recorrer medio mundo, solo o en compañía de su esposa, con quien para entonces ya había tenido otro hijo –al que seguirían cuatro más–. Entre otros lugares, no podemos dejar de mencionar que los Lindbergh pasaron por España en noviembre de 1933, aunque fuera de modo inesperado.
El 11 de noviembre, mientras se dirigían a Lisboa procedentes de Suiza a bordo de su hidroavión Lockheed Sirius, el mal tiempo reinante sobre el Cantábrico les obligó a solicitar por radio a la embajada americana en Madrid que les consiguieran permiso para amerizar en algún punto de la costa española. Concedido este, los Lindbergh acabaron posándose en la bahía de Santoña, población en la que se les prestó socorro y donde se les alojó y agasajó durante dos días, hasta que el tiempo mejoró lo suficiente como para que pudiesen retomar el viaje. Quiso el destino que tres días más tarde, cuando se dirigían desde Lisboa hasta Madeira, el estado del mar hiciera imposible un amerizaje seguro en esta isla, por lo que acabaron recalando en Gran Canaria. La hospitalidad de los canarios no fue menor a la demostrada por los cántabros, y también allí permanecieron dos días en olor de multitudes hasta que les fue posible continuar su ruta.

Lindbergh aprovechó todos estos viajes para informar fielmente a su país del estado de la tecnología aeronáutica en cada uno de los países que visitaba, trabajando de forma directa con los servicios de Inteligencia estadounidenses cuando se le presentó la ocasión de conocer Alemania y la Unión Soviética. Paradójicamente ahí comenzó a torcerse la inmaculada trayectoria del héroe de la nación que hasta ese momento era, ya que si bien avisó con pelos y señales de la capacidad de la cada vez más poderosa Luftwaffe, no pudo evitar simpatizar hasta cierto punto con los dirigentes nazis. Decía no compartir sus métodos, pero sin embargo admiraba sus logros y consideraba Alemania como la única nación en Europa capaz de detener el avance del que, para él, era el peor enemigo de la civilización Occidental: la URSS.
Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y siguiendo los pasos de su padre durante la Primera, Lindbergh utilizó toda su influencia para evitar que Estados Unidos llegase a participar en la lucha, convirtiéndose en cabeza visible de la organización America First (el nombre lo dice todo, “América lo Primero”). Su negativa a devolver una condecoración concedida por el mismísimo Hermann Goering, número dos del régimen nazi, y sus acusaciones hacia los lobbies judíos –que manejaban varios medios de comunicación importantes y hacían campaña a favor de la entrada en la guerra–, unidas al enfrentamiento que mantenía desde hacía algunos años con el presidente Roosevelt –a consecuencia de un intento de su Administración de controlar el servicio aéreo de Correos, del que tuvo que dar marcha atrás en buena parte a causa de la férrea oposición de Lindbergh y del as de la Primera Guerra Mundial Eddie Rickenbacker–, mermaron su hasta entonces intachable reputación y le llevaron a ser visto como un traidor por muchos estadounidenses, forzándole incluso a renunciar al grado de coronel que en esos momentos ostentaba en la reserva del Cuerpo Aéreo del Ejército. Su caída en desgracia se prolongó hasta después del ataque a Pearl Harbor, cuando se le denegó su solicitud para retornar al servicio activo, pero Lindbergh, que a pesar de su particular ideología seguía considerándose un patriota, encontró la forma de contribuir como civil al esfuerzo bélico de su país.

Trabajando para Henry Ford, el único gran empresario que se atrevió a contratarle a pesar del veto de la Casa Blanca, viajó al frente del Pacífico para observar en directo cómo se desenvolvían algunos de los modelos producidos en sus fábricas, como era el caso del P–38 Lightning y el F4U Corsair. Sólo había una forma de poder evaluar el comportamiento de estos aparatos en combate, y era precisamente participando en ellos. Vistiendo un uniforme sin graduación, y con la complicidad de algunos mandos intermedios que no habían perdido su admiración por él, voló una cincuentena de misiones operativas en las que hizo no poco uso de sus armas –casi todas las salidas fueron misiones de ataque al suelo, pero aún así se anotó el derribo de un avión japonés mientras pilotaba un P–38–. Fruto de esa experiencia propuso notables mejoras tanto en el diseño de los aviones como en la forma de pilotarlos, demostrando que era posible ahorrar hasta un tercio del combustible durante los largos desplazamientos sobre el Pacífico mediante la adecuada gestión de motor, y de esa forma ampliar notablemente su radio de acción. El legendario general McArthur se mostró entusiasmado por este logro, que hizo posible contar con apoyo aéreo en su campaña para recuperar las Islas Filipinas. Cuando estas acciones fueron conocidas, el antiguo ídolo de la nación se vio rehabilitado ante los ojos de la mayoría de sus compatriotas –especialmente tras la publicación de sus diarios de guerra unos años más tarde–, y a la muerte de Roosevelt el nuevo Presidente Harry Truman retiró las restricciones para que tanto el gobierno como las grandes compañías pudieran volver a contar con los servicios del Águila Solitaria.

Tras la rendición alemana se le pidió que regresara a Europa para supervisar el abundante material capturado, en particular los aviones con motores cohete o a reacción, lo que le permitió ver con sus propios ojos los estragos que había causado la guerra en aquellos países que él había conocido en todo su esplendor. También tuvo noticia de los campos de exterminio nazi, pero a pesar de todo jamás se desdijo de sus opiniones anteriores a la contienda –razón por la cual la minoría judía siguió dándole la espalda– y llegó a criticar a los Aliados por la conducta poco ejemplar de sus tropas en territorio conquistado. A su vuelta, si bien mantuvo un perfil público bastante menos notorio que en sus momentos de mayor gloria, Lindbergh volvió a trabajar para las líneas aéreas que había ayudado a crear, TWA y Pan Am, e inició una intensa colaboración con la USAF que habría de prolongarse hasta bien entrada la guerra de Vietnam, tomando parte muy activa en el desarrollo de los nuevos bombarderos estratégicos, probando personalmente buena parte de los nuevos modelos de aviones de uso militar para recomendar mejoras en su diseño, e interviniendo en la creación de la Academia de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, por nombrar sólo algunos de los proyectos en los que estuvo involucrado. En agradecimiento a todos estos servicios, en 1954 el Presidente Eisenhower le reintegró a las Fuerzas Armadas y le ascendió a brigadier general. En ese mismo año obtuvo el Premio Pulitzer por un nuevo libro sobre su histórico vuelo titulado “Spirit of Saint Louis”, del que se vendieron cientos de miles de ejemplares y que fue la base para la película del mismo título dirigida por Billy Wilder y protagonizada por James Stewart –quien por cierto fue también un reconocido piloto, condecorado durante la Segunda Guerra Mundial, pero ésa ya es otra historia–.

En los años 60 y primeros 70, además de su continuado trabajo para TWA y Pan Am y de seguir muy de cerca la carrera espacial, la cual le interesaba enormemente –se relacionó con varios de los astronautas del Programa Apollo y estuvo presente en el lanzamiento de algunas de sus misiones–, Lindbergh se convirtió en un activo ecologista, invirtiendo dinero, influencia y una parte considerable de su enorme capacidad de trabajo en varias campañas de conservación de entornos naturales, especialmente en África y Filipinas. Hasta tal punto alcanzó su preocupación por esta causa que se opuso a la introducción de los aviones supersónicos en la aviación comercial, ya que entendía que el que unos pocos privilegiados pudieran cruzar océanos en unas cuantas horas no compensaba el impacto medioambiental que podrían ocasionar estos aparatos. De haber sido por él, el Concorde jamás habría tomado tierra en ninguna ciudad norteamericana.
Como es lógico, semejante despliegue de actividad no pudo dejar de repercutir en su vida familiar, como en su día le sucediera a su propio padre. Allá donde se encontrase, Lindbergh siempre parecía ávido de volver junto a los suyos, pero tan pronto como llevaba unos días en casa siempre encontraba una razón para volver a marcharse. Su carácter obsesivo –obligaba a llevar una rigurosa contabilidad hasta de los gastos más nimios y supervisaba en persona cualquier pequeña reparación– y su afán de perfección, que nunca dejó de inculcar en su mujer y en sus hijos –“en nuestra casa”, contaría uno de ellos más tarde, “sólo había dos formas de hacer las cosas, la de Papá y la incorrecta”–, tampoco ayudaba a una feliz convivencia. Hasta muchos años después de su muerte no se ha sabido que había una razón adicional para sus repetidas ausencias: Lindbergh mantenía relaciones en secreto con otras tres mujeres en Alemania, con las que tuvo un total de siete hijos a los que visitaba tan a menudo como podía, sin revelarles jamás su verdadera identidad.

A comienzos de los 70 su hasta entonces inquebrantable salud empezó a resquebrajarse, a causa de un enemigo al que su enorme determinación le permitía enfrentarse pero no vencer: el cáncer. Cuando la situación se convirtió en irreversible, pidió que lo trasladaran al último lugar en el que había encontrado la felicidad en esos postreros años, la isla de Maui en Hawaii. Los pocos días que le quedaban de vida los empleó en organizar su propio entierro hasta el más ínfimo detalle, con la ayuda de sus cinco hijos –los entonces reconocidos– y de su esposa Anne –quien jamás dejó de apoyarle a pesar de haberse distanciado–. El 26 de agosto de 1974 el “Águila Solitaria” emprendió su última travesía.

Años después, por encargo directo de Anne Morrow Lindbergh, el periodista Scott Berg aceptó la tarea de revisar la ingente cantidad de documentación –manuscritos, diarios, correspondencia– que había dejado el difunto, invirtiendo casi una década en escribir “Lindbergh”, una impresionante biografía que vio la luz en 1998 y que acabó alcanzando la misma distinción que obtuviera el libro del piloto 44 años antes, el Premio Pulitzer.

Entre los numerosos testimonios que quedan del paso por nuestro mundo de semejante personaje, pieza básica en la Historia de la Aviación y en la del siglo XX, destacaremos uno por encima del resto: el “Spirit of Saint Louis”, que cuelga del techo de la sala principal del Museo Nacional del Aire y del Espacio en Washington D.C., como recuerdo de aquel joven que a sus 25 años demostró que sí que se podía llegar volando a París… y después a cualquier parte.

Autor: Dario Pozo
Fotografías: Universidad de Alcalá, archivo FIO, internet