DOS VUELOS LEGENDARIOS,DOS MISTERIOS SIN RESOLVER.

Como es conocido por todos los amantes de la Aviación, el periodo comprendido entre la segunda y la tercera décadas del pasado siglo fue el de los Grandes Raids, prodigiosos vuelos en los que aviadores de todo el mundo pugnaban por llegar más alto, más lejos y permanecer en el aire más tiempo que sus rivales, demostrando el potencial de la aún jovencísima Aeronáutica para el desarrollo, el comercio e, inevitablemente, la guerra. El más conocido de estos vuelos, por la enorme trascendencia que tuvo, fue sin duda el que realizó Charles A. Lindbergh en mayo de 1927 desde Nueva York hasta París en su “Spirit of Saint Louis”, pero no fue ni mucho menos el único. Por citar sólo algunos, la travesía del Atlántico Sur de los portugueses Viegas y Sacadura en 1922 –empleando 79 días para ello-, la circunnavegación aérea del globo llevada a cabo por pilotos del Ejército de los Estados Unidos en 1924 -a lo largo de 175 días-, el nuevo cruce del Atlántico protagonizado por Franco, Ruiz de Alda, Rada y Durán en el “Plus Ultra” en 1926, el viaje de Loriga y Gallarza entre Cuatro Vientos y Manila en ese mismo año como parte de la “Escuadrilla Elcano”, el de los franceses Costes y Le Brix en 1927 desde Saint Louis (Senegal) hasta Natal (Brasil) o el de Jiménez e Iglesias en 1929 desde Sevilla hasta Bahía (Brasil) en el “Jesús del Gran Poder” fueron celebrados como hitos históricos en su momento. Todas aquellas hazañas tenían un mérito altísimo dada la precariedad de la tecnología disponible tanto en la aeronáutica en sí como en la navegación y las comunicaciones, que hacía que los riesgos que corrían aquellos pilotos fueran casi incomprensibles con nuestra mentalidad del siglo XXI. Prueba de ello es que muchos de esos intentos fracasaron o acabaron en desastre, entre ellos el de los españoles Barberán y Collar en 1933 y el de los estadounidenses Amelia Earhart y Fred Noohan en 1937, dos vuelos con muchos elementos en común y cuyo final, todavía hoy, sigue siendo un misterio.

El 11 de junio de 1933 llegaba a Camagüey (Cuba) el Breguet XIX “Superbidón” (rediseñado por CASA a partir de los modelos empleados por Jiménez e Iglesias y por Costes y Le Brix , entre otros), bautizado como “Cuatro Vientos”, pilotado por el capitán Mariano Barberán y el teniente Joaquín Collar y procedente de Tablada (Sevilla), de donde habían salido 39 horas y 55 minutos antes, recorriendo una distancia de 7.320 km que supuso el vuelo más largo sobre el océano registrado hasta la fecha. Como en buena parte de los raids llevados a cabo en esos años, el seguimiento por parte de la prensa fue unánime, acaparando la atención de millones de personas a ambos lados del Atlántico que seguían, pendientes de la radio o frente a las redacciones de los periódicos, las escasas noticias que se iban recibiendo a medida que pasaban las horas. El recibimiento en La Habana a los pilotos fue absolutamente apoteósico y las celebraciones y homenajes se prolongaron durante días, hasta que el día 20 a las 5 horas y 52 minutos el Cuatro Vientos volvió a despegar rumbo a Méjico.

La ruta a cubrir en esta ocasión era inferior a 2.000 km, por lo que parecía fácil en comparación con la ya recorrida, pero no estaba exenta de amenazas debido a una serie de preocupantes circunstancias. Durante toda la noche anterior el mecánico Modesto Madariaga, con ayuda de varios homólogos cubanos, había estado trabajando para reparar una peligrosa fuga que se había descubierto en el depósito central de combustible, la cual amenazaba con hacer imposible la continuación del viaje. Las condiciones meteorológicas, sin ser críticas en el momento de la partida, distaban mucho de ser buenas, con cielos cubiertos, lluvia ligera y vientos contrarios al menos en la primera parte del recorrido. Collar había padecido problemas físicos –fiebre y escalofríos- durante el viaje desde Sevilla que le obligaron a cederle los mandos a Barberán durante varias horas, y aunque aparentemente estaba ya repuesto se sabe que continuaba sufriendo algunas molestias estomacales. El avión carecía de radio, elemento del que habían prescindido antes de salir de Sevilla con el fin de ahorrar peso, por lo que en caso de encontrarse en dificultades no tendrían posibilidad alguna de solicitar ayuda o de recibir instrucciones. De todos estos condicionantes, que hubieran hecho aconsejable aplazar la salida (algo a lo que se negó Barberán, como jefe de la expedición, considerando que llevaban ya demasiados días demorándose en Cuba) parece que fue el meteorológico el que resultó determinante.

El “Cuatro Vientos” cruzó los primeros 200 kilómetros sobre el mar sin incidentes y fue avistado, ya sobre tierras mejicanas, desde varios de los puntos de paso previstos sobre la península de Yucatán hasta llegar a la localidad de Villa Hermosa, sobre la que fue localizado por última vez a las 11 horas y 35 minutos según el horario local. Más allá, según contaron los aviadores mejicanos que habían salido a su encuentro para escoltarles durante la última parte del viaje, debieron toparse en su camino con una tormenta bastante seria, que a ellos les había obligado a retornar a base sin haber llegado a divisar a los españoles. Nada se sabe de la decisión que tomaron estos, que podría pasar por rodearla bien por el mar o bien por el interior, o quizá intentar cruzarla si es que el combustible se estaba convirtiendo en un problema (se habían cargado 2.000 litros aproximadamente -lejos de los 5.300 con los que se salió de Tablada y que obligaban a un complicado despegue- que podrían verse reducidos en caso de que hubiera vuelto a abrirse la grieta recién reparada).

La consternación fue creciendo entre el numeroso público que esperaba la llegada del Cuatro Vientos en la capital mejicana, así como entre los millones de personas que aguardaban noticias desde ambas orillas de ese océano que días antes habían cruzado los pilotos. Tan pronto como las condiciones meteorológicas lo permitieron el gobierno mejicano, con el apoyo de otros países como es el caso de Nicaragua, lanzó la búsqueda de los desaparecidos por tierra, mar y aire. Las operaciones se prolongaron durante varios días, pero a pesar de todos los esfuerzos que se realizaron nadie volvió a ver al “Cuatro Vientos” ni a sus tripulantes desde que sobrevolase Villa Hermosa en la mañana del 20 de junio... ¿O quizá sí?

Cuatro años más tarde, concretamente en la medianoche del 2 de julio de 1937, despegaba de Lae (Nueva Guinea) el Lockeed Electra 10E en el que viajaban la piloto Amelia Earhart y su navegante Fred Noonan, cargado hasta los bordes de combustible, para afrontar una de las últimas etapas de su travesía alrededor del mundo siguiendo el ecuador, una hazaña jamás intentada hasta entonces. Si el vuelo de Barberán y Collar era seguido por multitudes, el de Earhart era noticia de portada en más de medio mundo, tal era la popularidad de esta pionera de la aviación, dueña ya de varios récords a lo largo de una carrera de más de 15 años y auténtica heroína de su época. Al igual que en el caso de los españoles los riesgos que acechaban su empresa eran muchos, y también podrían haberse evitado o al menos paliado para intentar asegurar un final feliz a la misma si no se hubiese precipitado tanto la partida. Si Joaquín Collar había experimentado problemas de salud en los días anteriores a su último vuelo, el estado de Amelia Earhart era probablemente peor, ya que muy poco antes había padecido una grave disentería que le había forzado a permanecer varios días en Indonesia y de la cual aún no se había recuperado por completo. Lo ideal habría sido descansar unos días más, pero Amelia estaba ansiosa por afrontar los últimos vuelos que le quedaban para completar un periplo que le estaba sometiendo a un notable desgaste físico y psicológico. La meteorología no era preocupante, pero dado que los algo más de 4.000 kilómetros a recorrer tendrían lugar sobre el océano no dispondrían de ninguna referencia visual en la que apoyarse, dependiendo completamente de sus instrumentos para no errar en el rumbo previsto, teniendo en cuenta que la más mínima desviación habría de conducirles a la catástrofe. El estado de la aeronave parecía idóneo para afrontar el desafío, pero no así el de los elementos de navegación que debían ayudarles a llegar a su destino, la minúscula isla de Howland, de apenas dos kilómetros de longitud y sólo unos cientos de metros de ancho, y que apenas sobresale tres metros de la superficie del Pacífico. La dificultad de alcanzar y sobre todo encontrar un lugar tan pequeño, que apenas es visible desde el aire hasta que no se está muy cerca del mismo, fue el principal factor que en este caso llevó a la tragedia.

En las proximidades de Howland aguardaba el Itasca, un barco de la Guardia Costera Estadounidense, encargado de mantener el contacto por radio con el Electra y guiarles en la última parte de su recorrido. Sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, estas comunicaciones resultaron ser desastrosas. Desde el barco oían las transmisiones de Earhart, pero era obvio que ella no estaba recibiendo las del Itasca. Su avión estaba recién equipado con un dispositivo de localización de dirección de ondas de radio. Se ha especulado mucho sobre la discutible fiabilidad de este instrumento -una novedad en aquella época, aún en los inicios de su desarrollo-, de la adecuada disposición de la antena de largo alcance de la que dependía – la cual podría estar mal desplegada o incluso haberse desprendido del fuselaje del Electra durante el despegue o poco después del mismo- y de la formación de la piloto en lo referente a su uso –al parecer una simple charla por parte de un representante de la Lockeed-, pero en cualquier caso resulta lógico pensar que el dispositivo sería completamente inútil si no podía recibir una señal de radio a la que apuntar. Por su parte el barco contaba con un dispositivo similar, pero cuando llegó el momento de usarlo se comprobó que técnicamente no era posible fijarlo a la frecuencia que empleaba la emisora de radio instalada en el Electra. Es evidente que el sistema no se había probado lo suficiente antes de decidir emplearlo en un vuelo tan sumamente delicado como aquel.

Desde el buque fueron captando los sucesivos informes de Earhart y Noonan, más claros a medida que se iban aproximando a ellos, hasta que a las 6:14 les escucharon indicar que se encontraban a unas 200 millas de distancia y que utilizaran su dispositivo de localización para darles un vector de aproximación hasta la isla. Fue entonces cuando el técnico de comunicaciones del Itasca descubrió que no podía utilizarlo, y que tampoco podía informar a Earhart de este hecho porque ella no le escuchaba. La tensión y la frustración fueron en aumento a medida que el Electra se iba acercando y su piloto solicitaba insistentemente que se pusieran en contacto con ella para ver si podía localizarles ella a partir de su transmisión. La preocupación y el agotamiento eran notorios en la voz de Earhart cuando a las 7:40 transmitió: “Tenemos que estar encima de ustedes, pero no podemos verles. Nos queda poco combustible. No hemos conseguido contactar por radio, volamos a 1000 pies”. Desde el Itasca probaron entonces a comunicarse en Morse, señal cuya recepción sí confirmaron Earhart y Noonan, quienes contestaron sin embargo que su dispositivo no era capaz de localizar su procedencia. A las 8:43 se recibió la última transmisión procedente del Electra, indicando que creían estar ya muy cerca de Howland y que estaban intentando localizarla. Como última y desesperada medida, el Itasca puso en marcha sus calderas para generar humo con la esperanza de que Earhart y Noonan pudieran verlo desde el aire, pero no sirvió de nada. Para empeorar aún más las cosas, las nubes dispersas que había sobre la zona, si bien no impedían la visibilidad, sí que generaban grandes sombras sobre el agua que desde lo alto poco podrían distinguirse de la pequeñísima isla: podrían haber pasado bastante cerca de Howland y no darse cuenta de que aquello no era una sombra más.

Durante horas, tanto desde el Itasca como desde múltiples estaciones en tierra, se intentó sin éxito contactar con el Electra, incluso después de que fuera imposible que se mantuviese aún en vuelo. Pronto más barcos fueron uniéndose al Itasca en la búsqueda, que se prolongó con ayuda de medios aéreos durante más de dos semanas con unos costes estimados en 4 millones de dólares, una cifra extraordinaria para la época. Cuando la operación oficial se dio por finalizada el editor George Putnam, marido de Amelia, organizó por su cuenta un nuevo intento de localizar al Lockeed Electra y a sus tripulantes, pero los resultados fueron nulos, tanto como los obtenidos en el caso del Cuatro Vientos cuatro años atrás.

Tres son las hipótesis más barajadas para explicar la desaparición del Breguet de Mariano Barberán y Joaquín Collar. La primera es que los españoles decidieran rodear la tormenta por el este, sobre las aguas del Golfo de Méjico, y que o bien un empeoramiento de las condiciones meteorológicas también en esa zona o bien la escasez de combustible, les hubiera llevado a caer en el mar. Un neumático encontrado a la deriva días más tarde es la principal prueba para apoyar esta posibilidad, aunque el mecánico Madariaga, que tuvo la oportunidad de inspeccionarlo, no lo reconoció como perteneciente al Cuatro Vientos. La segunda teoría es que los pilotos hubieran decidido mantenerse sobre tierra y acabaran estrellándose en algún punto de la sierra de Mazateca (Oaxaca), zona de muy difícil acceso, donde hubiera sido muy improbable encontrar resto alguno salvo que se hubiese desatado un incendio en el punto del impacto, pero de ser así la abundante lluvia lo habría apagado casi de inmediato. La última posibilidad considerada es que Barberán y Collar hubieran conseguido realizar un aterrizaje forzoso en algún punto de la selva, quedando quizá malheridos, y que a continuación hubiesen caído en manos de indígenas o de delincuentes locales que les habrían asesinado para robarles. Esta última hipótesis es la que ha defendido durante años un periodista mejicano que llegó incluso a afirmar haber encontrado los restos del avión y el lugar en el que fueron sepultados los pilotos, pero que posteriormente todo ello fue ocultado y que él mismo recibió amenazas de muerte si se empeñaba en proseguir su investigación. Los defensores de esta teoría sostienen que el gobierno mejicano podría haber tenido noticia del crimen, pero lo habrían ocultado para evitar las posibles consecuencias diplomáticas. Este periodista aportó varios artefactos, incluyendo una pistola, supuestamente procedentes del aparato siniestrado, pero no pudo demostrarse su autenticidad. La verdad, por lo tanto, sigue sin conocerse y es muy posible que jamás llegue a revelarse.

Las teorías sobre el destino final de Amelia Earhart y Fred Noonan son aún más numerosas, algunas de ellas disparatadas. La más ampliamente aceptada es que el Electra agotó su combustible en la infructuosa búsqueda de Howland y acabó hundiéndose en las aguas del Pacífico, que en los alrededores de la isla alcanzan una profundidad de 5.000 metros. Otros investigadores, apoyándose en la existencia de supuestas transmisiones procedentes del avión más allá de su tiempo estimado de vuelo, y que por tanto tendrían que haberse realizado desde tierra, defienden que Earhart habría conseguido aterrizar en o muy cerca de la isla de Nikumaroro (entonces conocida como Garner Island, deshabitada al igual que Howland), donde ella y su navegante podrían haber sobrevivido durante semanas e incluso meses a la espera de un rescate que nunca llegó a producirse. Lo cierto es que esta isla fue sobrevolada en varias ocasiones por los aviones que participaban en la búsqueda sin encontrar nada que sugiriese la presencia en ella de náufragos, aunque aún era visible el pecio del SS Norwich City, un carguero británico que había embarrancado entre los arrecifes tiempo atrás. Recientemente, en 2012, un grupo dedicado a la recuperación de aviones históricos ha llevado a cabo una expedición a esta isla en busca de los posibles restos del Electra, pero no consiguieron encontrar pruebas definitivas ni en Nikumaroro ni en las aguas que la rodean, aunque al igual que en el caso del periodista mejicano y el Cuatro Vientos también ellos aportaron algunas muestras que han querido relacionar con los desaparecidos –parte de un bote de maquillaje y algunas piezas metálicas-, pero que también podrían proceder del naufragio del SS Norwich City o de la breve ocupación de la isla durante la Segunda Guerra Mundial. La tercera y aún más improbable hipótesis es que Earhart y Noonan habrían conseguido llegar a las Islas Marianas, donde habrían sido hechos prisioneros por los japoneses, quienes los habrían ejecutado al tomarlos por espías. Aún más rocambolesca es la posibilidad, variante de la anterior, de que los japoneses hubiesen entregado a la piloto y a su navegante vivos al gobierno norteamericano, que habría decidido ocultarlos obligándoles a adoptar nuevas identidades con el fin de que la opinión pública no llegara a saber nunca que el vuelo alrededor del mundo no era sino la tapadera de una operación de espionaje. Al igual que sucede con el Cuatro Vientos, lo que aconteció realmente es muy posible que no llegue a saberse jamás con certeza.

En el momento de escribir estas líneas se cumplen ya tres meses de la desaparición, en marzo de 2014, de un Boeing 777 de Malasian Airlines en aguas del océano Índico, sin que todos los medios humanos y materiales desplegados en su búsqueda, que dejan en nada los empleados en su día para intentar localizar el Cuatro Vientos y el Electra de Amelia Earhart, hayan servido para dar con su paradero ni el de sus ocupantes. Por esa razón lo que sucedió a bordo del avión sigue siendo un enigma sobre el que los expertos –y los no tan expertos- establecen multitud de teorías, desde la avería al secuestro pasando por todo tipo de conspiraciones. Unas son más factibles que otras, pero si no se consigue localizar los restos de la aeronave y en particular sus cajas negras –dispositivo que aún no existía en los años 30-, algo cada vez más difícil teniendo en cuenta que ya deben haberse agotado sus baterías, podría ser que tampoco en este caso pueda conocerse la realidad de lo sucedido y que el libro de los misterios de la Aviación adquiera un nuevo capítulo.

Una conclusión de todo esto, la cual invita a la humildad, es que a pesar de los apabullantes avances tecnológicos del último siglo, el mundo sigue siendo un lugar muy, muy grande, y nuestra capacidad para abarcarlo mucho más limitada de lo que a menudo pensamos. Otra es que, misterios aparte, lo que queda más allá de cualquier duda es que sin el valor y el sacrificio de aquellos aventureros, tanto los que llegaron a la meta de sus prodigiosos vuelos como los que no, no existiría la Aviación tal y como hoy la conocemos.

Autor: Dario Pozo Hernández