EL VIAJE DE UN SOÑADOR

Todos nosotros, sin excepción, tenemos sueños que albergamos desde pequeños, pero sólo unos pocos tienen el coraje de perseguirlos durante años, la fuerza de voluntad y la capacidad de sacrificio suficientes como para ir superando uno a uno cuantos obstáculos se les presenten, y la fortuna de que ninguno de los tropiezos sufridos en el camino, que de esos siempre hay alguno, sea lo suficientemente grave como para apartarlos de su rumbo. Son personas especiales, capaces de contagiar su pasión e inspirar a todos cuantos les rodean, aunque a menudo cueste trabajo entender por qué hacen lo que hacen. Sobre todo si ese algo significa, en ocasiones, jugarse la vida.

A veces el sueño se cobra su precio llevándose al soñador antes de tiempo, y eso es lo que le sucedió al comandante Ladislao Tejedor Romero aquel 5 de mayo de triste recuerdo.
Ladislao, Ladis para sus amigos, soñó uno de los sueños más antiguos de la Humanidad, uno de los que mejor representa la capacidad de superación de nuestra especie, de ese deseo congénito de explorar y llegar más allá de nuestros propios límites, de saber qué hay bajo el árbol en cuyas ramas se cobijaban nuestros ancestros, qué hay fuera de la cueva, detrás de la montaña, al otro lado de las nubes o en la cara oculta de la Luna: Ladis soñó con volar y por eso era piloto, y no un piloto cualquiera. Hasta muy poco tiempo antes se encontraba a los mandos de una de las más sofisticadas y exigentes máquinas creadas jamás por el hombre, un reactor de combate, concretamente un F-18. Con semejante montura y con otras no menos temperamentales cumplió su deber con excelencia, participando en misiones en escenarios tan complicados como la guerra civil en Libia, y fue instructor de otros como él, de otros soñadores que también quisieron poner su sueño al servicio de otros, ya fuera en la defensa de España y en el cumplimiento de sus compromisos internacionales, o ayudando a preservar un pedazo de Historia que para ellos era preciado. Y es que el final no le llegó a Ladis a bordo de un F-18, sino de un Hispano Aviación HA-200 Saeta, un aparato con más de cinco décadas grabadas en sus remaches, un avión especial que también era el símbolo de otro sueño.

En los años 50 del pasado siglo, mientras Europa se levantaba sobre las cenizas del conflicto más terrible jamás conocido, empujada por un Plan Marshall que como bien nos contó Berlanga pasó de largo por nuestras tierras, España era un país deprimido y aislado casi por completo del mundo, con heridas aún dolorosamente abiertas y con enormes dificultades para salir adelante. Un país triste, dirían algunos, pero incluso allí había soñadores. Entre ellos se encontraba un grupo de ingenieros y mecánicos que no quisieron resignarse a la mediocridad, y que creyeron que incluso en mitad de tanta penuria era posible lograr aquello con lo que soñaban: construir un avión a reacción. Movieron Roma con Santiago, convencieron a quien hizo falta convencer y encontraron ayuda allá donde otros no quisieron o no se atrevieron a buscarla, acudiendo al genial profesor Willy Messerschmitt, diseñador de las más sofisticadas aeronaves durante la reciente guerra mundial, cuya carrera se había visto truncada por la derrota de Alemania al final de la misma, y trayéndolo hasta Triana. Juntos lograron lo que parecía imposible y en 1955 su sueño surcó por primera vez los cielos de Sevilla, despertándola con el peculiar silbido de sus motores, una maravilla roja y plateada de concepción modesta pero práctica y sobre todo muy, muy hermosa: el Saeta.

Y así fue como casi sesenta años más tarde el sueño de aquellos hombres y el de un joven piloto se unieron en uno solo, y de manos de la Fundación Infante de Orleans -otra banda de soñadores en la que es fácil ver mechones canos cayendo sobre ojos que parecen de niño-, Ladis se subió a uno de los últimos Saetas, conservado con mimo y precisión por los mecánicos de la FIO, para deleite de todos los amantes de la Aviación que acudimos al Aeródromo de Cuatro Vientos -el primero que hubo en España-, con la sonrisa en la cara y la ilusión brillando en la mirada, dispuestos a contemplar ese pequeño gran milagro que se reproduce cada primer domingo de mes, y que no es otro que ver volar los aviones que poblaron nuestra imaginación y sí, nuestros sueños, también desde que éramos niños.

Aquel día la fiesta acabó en tragedia. A muchos aún nos escuecen las lágrimas al recordarlo, pero nos negamos a que ése fuera el final del sueño de Ladis, del de la FIO y también del nuestro. Por eso seguimos volviendo a Cuatro Vientos, en esos domingos tan especiales, a ver todas esas bellas reliquias –una cuarentena de aviones históricos en perfecto estado de vuelo-, aunque sea posadas en tierra, y aprender su historia y peculiaridades de la mano de sus pilotos, que esperan junto a sus aparatos dispuestos a satisfacer la curiosidad de cuantos quieran acercarse. Por eso os invitamos a venir y a compartir, aunque sólo sea por unas horas, el sueño de Leonardo da Vinci y de los hermanos Wright, el sueño de Ladis y el de tantos y tantos aviadores antes que él, ese sueño que hará que en cada ocasión en que un niño mire por vez primera hacia lo alto y señale asombrado el paso de uno de esos fascinantes artilugios de metal, madera o tela, él siga vivo.

Autor: Dario Pozo Hernández

Fotografías

  • Giovanni Fracchia
  • Paco Rivas
  • archivo FIO