Aquellas aviadoras y sus De Havilland Moth (2ª parte)
A su vuelta a Inglaterra, que hizo en barco con el recién reparado “Jason” almacenado en la bodega de carga, le llovieron regalos, homenajes y ofertas, pero ella no llevó muy bien el ser objeto de tantas atenciones –en Australia hasta le dedicaron una canción titulada “Amy, maravillosa Amy” que se hizo tremendamente popular-, por lo que no dejó de embarcarse en nuevas empresas con tal de mantenerse lejos del suelo, incluyendo un fantástico vuelo a Tokio junto a Jack Humphreys, el mismo hombre que le había enseñado cuanto sabía sobre mecánica. En 1932 sorprendió a la prensa, siempre ávida de noticias suyas, al anunciar su boda con el popular aviador James Mollison, dueño también de varios records, al que había conocido durante su estancia en Australia. Después de casados siguieron batiendo marcas por separado, en un reto constante del uno al otro –como muestran sus respectivos vuelos Londres-Ciudad del Cabo- que no podía acabar muy bien.
Uno de los pocos desafíos que abordaron juntos fue el de cruzar el Atlántico de Este a Oeste a bordo de un De Havilland Dragon, viaje que coronaron con éxito pero que acabó en un aterrizaje forzoso en Connecticut que les dejó a ambos magullados. Durante su estancia en Estados Unidos fueron recibidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt y su esposa Eleanor, y junto a ellos conocieron a Amelia Earhart, con quien Amy contrajo una gran amistad.
A partir de entonces la pugna entre los “enamorados pilotos”, como los llamaban los medios, continuó, inclinándose cada vez más del lado de ella. En parte por esa competencia continua y en parte por la creciente afición a la bebida de Mollison, la pareja acabó divorciándose en 1938. Amy, a quien había afectado también mucho la desaparición de Amelia Earhart un año antes, se apartó del mundo de los records y le dio la espalda a la fama, pero aún tendría ocasión, no mucho más tarde, de volver a servir a su país como aviadora.
Para esas fechas Amy Johnson ya no era la única mujer que podía presumir de haber ido volando desde Inglaterra hasta Australia. Poco después de aquel logro, otra alumna de Stag Lane se había propuesto superar la gesta y hacerlo además empleando la misma montura, una Gipsy Moth. Se trataba de Jean Batten, neozelandesa, quien había llegado a Inglaterra en 1929 acompañada de su madre decidida a convertirse en piloto. Para ello, entre otras cosas, había tenido que vender el piano con el que había iniciado una carrera como concertista siendo aún una adolescente, pero es que era más fuerte la atracción del cielo que su amor por la música.
Conocedora de las peripecias por las que había pasado Johnson, también estudió mecánica y se propuso acumular más horas de vuelo que ella antes de iniciar su propia singladura, por lo que además de la licencia de piloto privado consiguió hacerse con la de comercial, no dudando en pedirle dinero prestado a un joven aviador de la RAF, también neozelandés, que pretendía casarse con ella, para seguir pagándose las clases. No sería el primero ni el último en sucumbir a los encantos de la pizpireta Jean, que empezó a salir después con el hijo de un comerciante de telas que, con tal de hacerla feliz, aportó la mayor parte de lo que costaba la Moth en la que la piloto había puesto los ojos. A sus mandos despegó el 9 de abril de 1933 rumbo a las Antípodas, pero la suerte sólo la acompañó hasta Beluchistán, en el actual Pakistán, donde una tormenta de arena la sorprendió y la obligó a realizar un aterrizaje forzoso en el que rompió la hélice. Consiguió una de repuesto, pero tras apenas 100 km de vuelo una nueva avería, la rotura de una biela, daría al traste con sus intenciones. Realizó un aterrizaje a motor parado en una carretera de Karachi, pero acabó chocando contra un pretil de piedra. Jean salió indemne, pero no así la Moth que quedó irrecuperable. Era el 16 de abril.
A su regreso a Londres no consiguió que su novio aceptase invertir en un segundo avión, por lo que lo dejó plantado y se buscó otro patrocinador, que no fue otro que Lord Wakefield, el mismo empresario que había sufragado parcialmente el viaje de Amy Johnson. El 21 de abril de 1934, algo más de un año después de su primer intento, volvió a ponerse en camino, pero esta vez aún llegaría menos lejos. A Jean se le agotó el combustible cuando se encontraba en las afueras de Roma con la noche echándose encima. Una vez más se vio en la necesidad de hacer un aterrizaje sin motor, esta vez entre tinieblas, y aunque a punto estuvo de estrellarse con las antenas de Radio San Paulo –hay quien dice que las rozó- consiguió posarse en un descampado sufriendo sólo daños menores, aunque los suficientes como para impedirle proseguir su camino. Reparado el avión, volvió a Inglaterra, donde algunos periódicos empezaban a tratarla con sorna. “Inténtalo otra vez, Jean”, llegó a leer en uno de ellos, y eso fue justo lo que hizo en apenas dos semanas, concretamente el 6 de mayo. A la tercera iría la vencida.
En esta ocasión todo le salió a la perfección, salvo la etapa que había de llevarla de Rangún a Victoria Point, en el extremo sur de Birmania, trayecto en el que se vio rodeada por una tormenta tropical que a punto estuvo de hacer que su empeño acabase en tragedia, pero la fortuna que le había sido esquiva en sus dos intentos previos estaba ahora de su parte: cuando por fin se abrió un resquicio entre la tempestad y metió por él a la zarandeada Moth, fue a parar justo a su lugar de destino, el aeródromo de Victoria Point.
El 23 de mayo de 1934, después de 14 días y 22 horas, casi cinco días menos de lo empleado por Amy Johnson y uno menos que Hinkler, Jean Batten tomaba tierra triunfalmente en Darwin para ser recibida por un público entusiasmado.
Pasó seis semanas largas recorriendo el país y viajando también a su Nueva Zelanda natal, donde la recibieron como una heroína, antes de emprender el viaje de vuelta en su Moth, algo que no había hecho Johnson en su momento. Casi paga la osadía con la vida en su primera etapa, cuando justo en mitad del mar de Timor el motor Gipsy empezó a fallar sin razón aparente y acabó parándose. Una y otra vez intentó arrancarlo sin éxito mientras la avioneta perdía altura y la espuma de las olas se encontraba cada vez más cerca. Estaba a cientos de kilómetros de la costa más cercana y no había ningún barco a la vista. Con una inmensa sangre fría, Jean se despojó de los zapatos y del traje de vuelo y se hizo con la pequeña hacha que llevaba entre sus herramientas. Si conseguía amerizar sin estrellarse, su intención era cortar parte de un plano con el hacha antes de que el avión se hundiera y usarlo como improvisada balsa, a la espera de un improbable pero no imposible rescate. Entonces, cuando se encontraba a escasos 200 metros del agua, consiguió volver a poner el motor en marcha. Casi sin poder creerse lo que acababa de sucederle, la piloto recobró la altura perdida y continuó rumbo hacia la isla de Timor, donde aterrizó con normalidad.
El resto de la travesía, sin ser fácil, fue mucho menos peligrosa, y al cabo de 17 días y 15 horas las ruedas de la De Havilland Moth de Jean Batten volvieron a posarse sobre la hierba del aeródromo de Croydon. Era la primera mujer que volaba ida y vuelta entre Inglaterra y Australia. Al contrario que Amy Johnson, Jean Batten recibió su recién adquirida fama con alborozo, por lo que frecuentó fiestas y recepciones, concedió entrevistas y aceptó gustosa cuantos honores se le concedieron, pero lejos de detenerse ahí pronto buscó nuevos objetivos.
De todos ellos, uno de los más notables lo lograría a finales de 1935. Pilotando un Percival Gull -monoplano de ala baja similar al Eagle 2- voló desde Inglaterra hasta Thies, cerca de Dakar, y desde ahí cruzó el Atlántico Sur hasta la ciudad de Natal en Brasil, haciéndolo en un tiempo record de 13 horas y 15 minutos, que mejoraba en más de cuatro horas la marca que en ese momento ostentaba Jim Mollison, el aún marido de Amy Johnson. Posteriormente, en 1936, usó ese mismo avión –al que había bautizado “Jean”- para hacer el recorrido entre Inglaterra y Nueva Zelanda en sólo once días, siendo la primera vez que alguien, hombre o mujer, volaba entre ambos países.
Coqueta y distinguida, Jean Batten siempre llevaba un par de vestidos entre su equipaje, pero al mismo tiempo no dudaba en remangarse para revisar ella misma el motor de su avión y ponerlo a punto. Fue objeto de todo tipo de distinciones, siendo la primera mujer en recibir la medalla de la Federación Aeronáutica Internacional, en aquellos momentos la máxima condecoración civil. La prensa la adoraba, pues allá donde iba siempre era noticia tanto por sus hazañas aeronáuticas como por los detalles de su vida sentimental, que la llevaron a ser conocida como “la Greta Garbo de los cielos”. Su estrella, sin embargo, se eclipsó con la llegada de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando su Percival Gull fue requisado por la RAF para ser empleado como avión de enlace en el ATA –Air Transport Auxiliary , el cuerpo de apoyo encargado, entre otras tareas, de trasladar los aviones desde las fábricas hasta las bases operacionales-, Jean se ofreció a pilotarlo, pero al rechazarse sus condiciones no llegó a ingresar en este organismo. Sí que aceptó dar charlas y realizar giras para la obtención de fondos de guerra, pero tras la guerra acabó retirándose por completo de la vida pública.
Al contrario que Jean Batten, Amy Johnson sí que entró a formar parte de las filas del ATA en 1940, y durante varios meses realizó como una más cuantas misiones se le encomendaron, hasta que el destino quiso convertirla en la primera piloto de este cuerpo caída en acto de servicio. Sucedió el 5 de enero de 1941. Las malas condiciones meteorológicas o una inoportuna avería, nunca se sabrá con certeza, la obligaron a saltar del bimotor Oxford que pilotaba cuando se encontraba sobrevolando el estuario del Támesis -se ha sugerido que ése podría no haber sido un vuelo de ferry sino una misión de enlace con la Resistencia Francesa, pero no hay evidencias de que así fuera-, cayendo a las aguas heladas muy cerca de un remolcador, el Haslemere. Desde la cubierta, los marineros que acababan de contemplar cómo se estrellaba el avión, la escucharon pedir socorro mientras luchaba por desembarazarse del paracaídas. El capitán W. Fletcher, que era quien mandaba el barco, se zambulló de inmediato para intentar ayudarla, pero la corriente era demasiado fuerte y los arrastró bajo la quilla del barco. Sólo Fletcher salió del otro lado, pero aunque sus hombres lograron izarlo a bordo no pudieron hacer nada por salvar su vida. El cuerpo de Amy jamás fue recuperado. Gracias a dos contenedores que quedaron flotando en el agua se pudo identificar el avión al que pertenecían y a su piloto, a la que se lloró por igual en Inglaterra y en Australia .
En cuanto a Jean Batten, el final le llegó mucho más tarde, en 1982, en la isla de Mallorca, donde vivía su retiro completamente sola y olvidada por todos, y de una forma ignominiosa para quien en su día tocó literalmente el cielo con las manos. Lo que la mató fue la infección resultante de la mordedura de un perro para la que rechazó recibir tratamiento médico. Fue enterrada en una tumba anónima porque nadie sabía quién era y no se encontraron documentos que la identificaran. Cinco años más tarde, un periodista que estaba escribiendo su biografía fue quien consiguió seguirle el rastro y descubrir lo que había sido de ella. Posteriormente se bautizó con su nombre una terminal del aeropuerto internacional de Auckland, Nueva Zelanda, la ciudad que la vio nacer, donde entre otros efectos se conserva, colgado del techo, el Percival Gull con el que logró algunos de sus mayores triunfos.
De Amy Johnson nos queda su De Havilland Gipsy Moth, con el nombre “Jason” pintado en letras blancas sobre su fuselaje verde, que puede ser contemplado en el Museo de la Ciencia de Londres.
Fin de la 2ª parte
Autor: Darío Pozo Hernández