Las impresiones del piloto por Jaime Velarde
La esbelta AISA I-115 o E-9 del Ejército del Aire, emprendió por primera vez el vuelo el 20 de Junio de 1952, pilotada por Joaquín Guibert, estupenda persona y excelente piloto militar, que como miembro de la 3ª Escuadrilla Azul, había acreditado en Rusia, volando el formidable Focke Wulf 190, dos derribos en combate aéreo.
Pese al informe favorable de Guibert, la I-115 sufrió desde sus primeras entregas una cierta “leyenda negra”, pienso que debida por un lado a las inevitables comparaciones con la adorada “Bucker” y por otro, al escaso cariño que cuantos volaban sentían por las relativamente parecidas y de común origen HM-1B, llamadas “monda”, que con mayor causa se habían ganado el poco halagüeño apelativo. El mote del nuevo producto de la entonces poco vanguardista industria nacional, se quedó en “garrapata”, menos lesivo que el anterior. Pero eran tiempos difíciles, de estrecheces, carencias y aislamiento, pero la moral era alta y, como marcaban los cánones, las dificultades “se suplían con celo”. Por otro lado, esta avionetas, aunque construidas totalmente en madera, traen un cierto aire de modernidad a nuestro más que anticuado parque aéreo, tienen una bonita línea, cabina amplia y cerrada que aumenta considerablemente el “confort” en los viajes, y un más que generoso ancho de vía en el tren de aterrizaje, que es casi un seguro “anticaballitos” en la toma de tierra. No tiene la agilidad de una Bücker, pero es bonita, noble ante una pérdida de velocidad y vuela bien, siempre que no se le pidan peras al olmo. Si a su piloto se le ocurre ir a dar “pasadas” a su novia, que veranea en un valle de la sierra… está haciendo oposiciones para que el idilio no llegue a fraguar, pues la pobre I-115 tiene la misma agilidad para recuperar altura cuando va justa de velocidad, que la de un octogenario para subirse a un tren en marcha.
En cuanto a la de la FIO, antigua E-9-196 del Ejército del Aire, tuvo en él múltiples destinos y tras de prestarle servicio durante más de quince años y sufrir un accidente en la base de Morón, fue dada de baja a comienzos del 77, siendo dos años después restaurada, ya como avioneta civil, volando para un aero club, que la vendió luego a una empresa de fotografía que finalmente la dejó abandonada a la intemperie durante cerca de dos años. En ese estado marginal la compramos un par de socios de la no mucho antes constituida Fundación Infante de Orleans; Miguel García Sanz, nuestro inolvidable médico volador y quien esto escribe.
La ardua tarea de hacer de nuevo un avión a partir de aquella especie de pecio corrió a cargo de la empresa que en Cuatro Vientos regentaba Angel Chumillas, quien, entre otras cosas, tuvo que rehacer de nuevo buena parte del fuselaje trasero y la totalidad del empenaje de cola. Terminada la larga operación (por suerte encontramos en Cataluña abundante repuesto procedente de subasta del Ejército) me tocó realizar el vuelo de prueba (por supuesto sobre la vertical de Cuatro Vientos) y pude comprobar que aunque el régimen de subida era parecido al de un buitre después de comerse una vaca despeñada, el avión volaba bien, aunque cuando vi que la presión de aceite del motor comenzaba a bajar, con el beneplácito de la torre realicé una aproximación tipo Stuka, sólo que teniendo como pacífico objetivo la pista de aterrizaje, en la que me posé gustoso.
Fácilmente subsanado el problema del aceite, el de la falta de alegría en la subida era ya otro cantar, que se arregló quitando una enorme batería que llevaba, así como un excesivo extintor y aligerando los pesados asientos, pero sobre todo, quitando las capas de pintura acumuladas a lo largo de su existencia, que se habían superpuesto sin decapar las anteriores. Con todo ello suprimimos cincuenta o sesenta kilos; es decir, un perenne e inútil pasajero delgadito.
Cuando se eliminaron estas taras, la cosa cambió y la avioneta, noble y segura por lo demás, ya se comportó razonablemente bien. Aunque, como “la cabra tira al monte”, recuerdo un cálido sábado de entrenamiento previo a la exhibición dominical, en que yo volaba con mi todavía novel hijo Juan. Despegando por la pista 10 de Cuatro Vientos y a escasos segundos de haber dejado el suelo, el motor “Tigre” comenzó a experimentar una serie de detonaciones espontáneas, arrítmicas, que ocasionaban una fuerte vibración y alarmante pérdida de potencia. Instintivamente reduje gases y el fenómeno cesó, recuperando el motor su ritmo normal, hasta el punto que incluso nos permitió continuar el vuelo sin mayor novedad.
Analizado el hecho en tierra tras desmontar el motor, se comprobó que la alta temperatura, junto a la carbonilla acumulada en el interior de los cilindros, originaban puntos calientes y en consecuencia, detonación. De este modo el problema, que ya se venía fraguando desde hacía algún tiempo, quedó superado con una exhaustiva revisión del motor.
Siguió la 115 su camino (tal vez pudiera decir “nuestro camino”, pues casi siempre era yo quien la volaba) hasta que al llegar los setenta y cinco “tacos” a su piloto y ya casi miembro de la familia, decidí que había llegado también la hora de “pasar al servicio de tierra” y mi asiento fue sucesivamente calentado por mi hijo Juan, Yago Alonso, Toño Montagut, etc, quienes la vuelan con la mayor frescura que proporcionan los menos años, y casi con tanto cariño como yo profesé a esta “Garrapata” que cumplió sus tareas en los tiempos de carencias y la sigue cumpliendo en la actualidad como reliquia viva del pasado.