(Artículo publicado originalmente en FIOBlog en febrero de 2018)
El primer viaje en avión que recuerdo fue un Madrid-Sevilla a la tierna edad de cinco años, en el verano de 1972. Iba de la mano de mi padre, a quien le encantaba todo lo relacionado con la Aviación -se puede decir que lo mío es hereditario-, y por ello no paraba de señalarme esto y lo otro mientras que mi madre les metía prisa a las gemelas -mis hermanas pequeñas- unos pasos más atrás. No me acuerdo mucho del trayecto por la terminal, sólo que en algún momento nos separamos de nuestras maletas -cosa que me resultó en extremo preocupante- y que después salimos al exterior, a la plataforma, para coger nuestro avión. Al poco nos encontramos haciendo cola con el resto de pasajeros detrás de una valla, y fue entonces, justo entonces, cuando se produjo mi primer encuentro consciente con un avión de verdad.
Muy cerca de donde nos hallábamos, a nuestra derecha, las hélices de un enorme cuatrimotor comenzaban a girar. Yo lo contemplaba embelesado, absolutamente fascinado a la vez que sobrecogido. En nuestra casa siempre había habido maquetas de aviones -mi padre las hacía y, al menor descuido, yo las deshacía-, y cada vez que echaban una película en la que saliera alguno la veía sentado a su lado -si no era muy tarde y si no tenía rombos-. Estaba pues, pese a mi corta edad, bastante familiarizado con lo que era un avión, pero había una gran diferencia entre contemplarlo en blanco y negro en nuestro modesto televisor o en versión reducida posado en una estantería -que yo miraba invariablemente desde abajo mientras rogaba que me dejaran jugar con él sólo un poquito, que éste de verdad, de verdad que no lo iba a romper-, a verlo allí, en vivo. Qué grande era, qué bonito, cómo brillaban al sol sus superficies metálicas, pero sobre todo… ¡Qué ruido más tremendo que hacía!

(Douglas DC-6 de Spantax. Foto Wikimedia Commons)
Creo que era un DC-6 o un DC-4, es imposible estar del todo seguro, pero es lo que más me cuadra con la imagen que conservo de ese momento -seguro que mi padre me lo dijo pero no me acuerdo-. Sin poder apartar la mirada de aquel gigante le pregunté a mi padre por qué las hélices giraban al principio para un lado y después empezaban a hacerlo para el otro. Él me contestó que siempre giraban en el mismo sentido, que esa sensación de que de pronto empezaban a ir al revés era un efecto óptico, que lo único que pasaba es que iban más deprisa. Yo no sabía lo que era un efecto óptico, pero si mi padre lo decía tenía por fuerza que ser verdad. Con los cuatro motores en marcha el estruendo era ya atronador, mi padre tenía que elevar mucho la voz y agacharse a mi lado para que pudiera oírle, pero era obvio que estaba disfrutando de lo lindo con mi reacción. Finalmente aquel DC-6, o lo que fuera, comenzó a rodar y se alejó de allí, y poco después comenzamos a avanzar también nosotros. Yo al principio no veía hacia dónde, porque claro está, todo el mundo era mucho más alto que yo, pero progresivamente pude empezar a distinguir, por encima de las cabezas de las personas que iban delante, otra impresionante aeronave que nos daba la espalda.
– Mira, ése es el nuestro, ¿lo ves? -me dijo mi padre-. Es un DC-9.

(Douglas DC-9 de Iberia. Foto Wikimedia Commons)
Mientras nos aproximábamos el avión no hacía más que crecer, parecía hacerse más y más grande ante mis ojos, y yo preguntaba si una vez en marcha haría tanto ruido como el que acabábamos de ver.
– Todavía más, ¡es un reactor!
Mi padre seguía hablando y dándome explicaciones, me señalaba los motores, el timón de dirección, las alas, y me aclaraba qué hacía cada cosa, aunque sólo recuerdo fragmentos sueltos de lo que me contaba. Lo que ha quedado grabado con mayor nitidez en mi memoria son las imágenes, la sensación de fascinación, el mirar hacia arriba y ver el estabilizador horizontal allá en lo alto como un gigantesco parasol, las toberas de los motores tan cerca que casi creía poder tocarlas, la emoción y la alegría inmensas en el momento de subir por la escalerilla trasera y cruzar por aquel portalón tan característico que, aunque apenas tenía la anchura necesaria para que pasase una persona a la vez, a mí me pareció muy grande y me hizo pensar en la boca de una ballena -seguramente lo dije en voz alta, como tantos niños a esa edad era incapaz de callarme prácticamente nada de lo que me pasaba por la cabeza-. Justo entonces me fijé en una plaquita adosada en un mamparo. No hacía mucho que sabía leer, pero desde que había aprendido a hacerlo me paraba delante de todos los carteles para poder descifrarlos y aquel no iba a ser una excepción. Dos letras, un guión y un número destacaban claramente en un texto que seguramente estaría en inglés: “DC-9”. En ese instante estuve seguro de que mi padre debía ser la persona que más sabía de aviones en el mundo.
Durante el vuelo probé y me tragué mi primer chicle -me lo dio la señora que iba sentada delante de mí- y no paré de parlotear, todo me parecía interesante. Con la nariz pegada a la ventanilla veía pasar bajo nosotros campos verdes y marrones y algún pueblecito con tejados rojos. Mi padre me decía que la gente se veía tan pequeñita que parecían hormiguitas, y yo me empeñaba en intentar ver alguna de ellas sin conseguirlo. Después, al llegar a Sevilla, nos estaban esperando unos familiares. Los vimos saludando entre la multitud detrás de una valla, también en la plataforma y no dentro de la terminal. Es decir, la gente que iba entonces a recoger a alguien al aeropuerto tenía también la oportunidad de ver los aviones. Yo volví la cabeza un momento para despedirme de nuestro DC-9, y justo ahí se terminan mis recuerdos de aquel viaje. Nuestro destino final era Huelva, pero no me acuerdo de si para llegar hasta allí desde Sevilla fuimos en coche, en autocar o en tren. Tampoco me acuerdo demasiado de aquellas vacaciones, que se mezclan con las siguientes o con las anteriores, pero esos diez o quince minutos sobre el asfalto del aeropuerto de Barajas y el vuelo posterior jamás podré olvidarlos.
Más de treinta años después, en mayo de 2006, rememoraba con afecto todo aquello al llegar a Barajas con mi mujer y mis dos hijas, que tenían respectivamente siete y cuatro años y se disponían a subir por primera vez a un avión. Yo pretendía que fuera para ellas algo tan especial como lo había sido para mí, pero ese día fui más consciente que nunca de lo mucho que había cambiado la aviación comercial desde mi niñez. La terminal -nada menos que la T-4- era infinitamente más grande e intimidante, qué terror sólo de pensar que se nos perdiera una de las niñas allí, entre tantísima gente, en esos espacios tan amplios y a la vez tan claustrofóbicos a causa de las multitudes, sin ver una ventana hasta llegar a la puerta de embarque, y eso sólo después de casi dos horas haciendo colas, pasando rigurosos controles y recorriendo lo que para un niño debe parecer una media maratón. Cuando por fin llegó el momento de subir a nuestro avión -un A-320- mis hijas lo vieron sólo a medias, semioculto como estaba por el “finger” por el que necesariamente debíamos acceder. Justo al contrario que yo, ellas recuerdan muchas cosas del viaje -en el fondo es normal, teniendo en cuenta que íbamos nada menos que a Eurodisney- pero muy poco del avión que nos llevó hasta allí o del que nos trajo de vuelta unos días más tarde. El pasajero del siglo XXI puede viajar de un país a otro sin apenas haber visto nada de la aeronave que lo transporta salvo la propia cabina del pasaje y, quizá, con suerte, la punta del ala y un trocito de motor a través de la ventanilla. Qué pena me da.

(Un día cualquiera en la T-4. Foto Agencia EFE)
Hasta los años setenta el volar en avión no estaba al alcance de mucha gente, pero sí que era posible para cualquiera acercarse a un aeropuerto o a un pequeño aeródromo y encontrar muchos sitios desde los que pudieran verse con comodidad los aviones, durante todo el rato que se quisiera. Yo tenía la fortuna de vivir en Getafe, y gracias a eso pude pasarme mañanas y tardes enteras sentado en un banco, en lo que ahora se llama Paseo de John Lennon, contemplando las tomas y los despegues de los T-6 del Ala 42 -sustituidos a primeros de los ochenta por Bonanzas-, los Aviocares del Ala 35, algún C-101 con bastante frecuencia y, a veces, cuando sonaba la flauta, un Phantom o un F-5 haciendo un vuelo de prueba, o incluso un par de Starfighters alemanes o italianos que venían de visita. En fin, una auténtica gozada para un chaval enamorado de los aviones. Ahora, sin embargo, hay una valla blanca que recorre todo el perímetro de la base, y para poder ver algo hay que subir al puente que pasa por encima de las vías del ferrocarril, pasada la entrada a la factoría de Construcciones Aeronáuticas: no es un lugar muy agradable y queda demasiado lejos como para apreciar gran cosa a simple vista. Lo mismo ha sucedido en casi todas partes, los tiempos se han hecho más difíciles en lo que a la seguridad se refiere, y en nuestras infraestructuras aeroportuarias todo parece diseñado para mantener al pasajero lo más alejado posible de los aviones salvo durante el vuelo en sí, sin posibilidad de verlos siquiera salvo desde un par de lugares a los que sólo se puede acceder con la tarjeta de embarque en la mano. Los “spotters” de hoy en día se tienen que buscar las mañas para poder hacer sus fotos desde los alrededores de los aeropuertos, a veces desde posiciones casi inverosímiles, y en muchos casos apenas podrían ver nada de no ser por sus potentes teleobjetivos. Es cierto que volar se ha hecho rutinario y tremendamente seguro, que cada vez más gente puede decir que lo ha hecho alguna vez y que son muchos son los que suben a un avión a menudo ya sea por trabajo o por ocio. ¿Pero cuántos de ellos lo disfrutan realmente?
Seguro que no soy el único “aerotrastornado” que adora los aviones pero al que le gustan bastante poco los aeropuertos, o mejor dicho, la parte de los aeropuertos que pueden ver los simples pasajeros durante la mayor parte de su estancia en los mismos.
Toda esta introducción para llegar a contar que, afortunadamente, hay una excepción a este panorama gris en lo que a la contemplación aeronáutica se refiere, que son las exhibiciones aéreas y los días de puertas abiertas en algunos aeródromos y bases militares. Lamentablemente estos eventos son pocos y concentrados en los meses centrales del año, pero en Madrid tenemos la enorme suerte de poder acudir a uno el primer domingo de cada mes salvo enero y agosto. Me refiero, por supuesto, a las demostraciones en vuelo de la FIO.

(Exhibición estática de la FIO. Foto Darío Pozo)
Los visitantes que vienen a Cuatro Vientos en uno de esos días, o también en los entrenamientos anteriores a las exhibiciones -acceso permitido únicamente a los socios de la FIO-, pueden ver un aeropuerto y las aeronaves que maniobran en él tal y como se veían entonces, antes de que por desgracia empezaran a convertirse en objetivo de delincuentes y terroristas y se hicieran necesarias tantas medidas de seguridad en torno a ellos. Verán aviones históricos desde muy, muy cerca, y otros que no lo son tanto -aunque algunos tienen ya sus añitos- rodando por la plataforma hacia o desde los puntos de espera de la pista; contemplarán aterrizajes y despegues, vuelos en formación, pasadas y acrobacía aérea, y todo ello en un escenario que incluye la torre de control -la actual y a lo lejos también la histórica-, los hangares, las mangas de viento, los helicópteros de Tráfico y de la Policía, los camiones de los bomberos y el del combustible y muchos otros detalles peculiares que convierten un aeródromo en un lugar único. Por supuesto escucharán sonidos de motores todo el tiempo y por todas partes, pero muy especialmente cuando a las 12:35 se pongan en marcha los de la FIO. No tenemos ningún cuatrimotor, pero cuando arrancan todos nos juntamos con veinte o más plantas motrices rugiendo al unísono, ¡toda una sinfonía! Los más pequeños verán a personas -pilotos, mecánicos, voluntarios- trabajando alrededor o a bordo de los aviones y se darán cuenta de que están disfrutando de lo que hacen, que eso de la aviación “mola mucho”, y además podrán acercarse a cualquiera de nosotros, hacernos preguntas y, quizá, empezar a descubrir una vocación que no habría nacido de otro modo.

(Arranque de motores y rodaje en una exhibición. Foto Shery Shalchian)
Los mayores, por su parte, pueden comprobar por sí mismos que a pesar de todas las dificultades en España aún sigue existiendo eso que se llama Aviación General, que no hace falta irse lejos para contratar un bautismo aéreo o una excursión aérea por los alrededores -volar en una pequeña Cessna o en una Piper es muchísimo más bonito y emocionante que hacerlo en un avión comercial-, o por qué no, para liarse la manta a la cabeza y lanzarse como hice yo no hace tanto a obtener su propia licencia de Piloto Privado, y hacer así realidad su sueño más anhelado -¡os aseguro que merece la pena!-. Como poco -y en realidad es mucho- siempre podrán hacerse socios de la FIO y sentirse partícipes de este proyecto maravilloso que es conservar en vuelo al menos una parte de nuestro patrimonio aeronáutico.

(La Cessna Bird Dog pasando junto al público. Foto Darío Pozo)
En resumen, estas exhibiciones devuelven a grandes y pequeños lo que la parte más triste del progreso les ha quitado, quizá sin que ellos mismos lo supieran o fueran conscientes de ello, dándoles la posibilidad de sentir aquella misma fascinación que experimentábamos los niños de antaño al ver por vez primera “un avión de verdad”. Por si eso no fuera suficiente, gracias al esfuerzo realizado por la FIO durante casi tres décadas, también les permiten ver cosas que no estaban al alcance de los aficionados de entonces: en 1970 era imposible ver un Polikarpov I-16 “Mosca” -por nombrar sólo uno de nuestros excepcionales aparatos- dando una pasada a 400 km/h. ¡Ahora sí que se puede!

(El Mosca en plena pasada. Foto Shery Shalchian)
Por mi parte no puedo dejar de añadir que, cada vez que me encuentro entre aviones, rodeado por sus formas, sus olores y sonidos, siento que recupero un poco la compañía, tan añorada, de aquel que me enseño a amarlos.
Texto: Darío Pozo
Fotos: Wikimedia Commons, Agencia EFE, Shery Shalchian y Darío Pozo